Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Decidir la propia muerte


“Los médicos no me dan respuestas. Hablan con metáforas”. Así hablaba una joven que pedía una muerte digna. No la tuvo, al morir pesaba 18 kilos. Por fortuna, ahora la dignidad última se discute en el Senado.
Sólo a los seres humanos nos es difícil morir. Sobre todo en estos tiempos en los que la tecnología abre la posibilidad de un encarnizamiento terapéutico más allá de los límites de un cuerpo que no quiere más. Morimos solos, desnudos bajo una sábana blanca, iluminados injuriosamente por la luz blanca de la terapia intensiva.
No siempre fue así. Hubo un tiempo en que moríamos en la misma cama en que habíamos nacido, rodeados de los que queríamos, creyendo en un trasmundo. “En las sociedades tradicionales –decíamos en nuestro libro Vivir la muerte. Historias de vida y de muerte entre 1610 y 1810- la muerte era una cosa natural. Lo que sobraba era el dolor inútil. Por eso cuando alguien agonizaba padeciendo en vano era corriente que se llamara al despenador. Era el modo en que los vivos facilitaban el paso de los que casi ya no lo eran al más allá”.
“Casi no hay crónicas de despenares. Se entiende, era una práctica discreta, silenciosa. Un escritor aseguraba que, cuando el curandero desahuciaba a un enfermo y éste estaba dispuesto, los parientes llamaban al despenador de la comarca con el propósito de evitarle un trance doloroso sin remedio. Era el sujeto, por lo general, un indio de feo y siniestro semblante que vivía apartado, en el monte o en una cueva de los cerros. Según los teneres del moribundo, cobraba unos pesos o bien los deudos quedaban en llevarle algunos obsequios a su morada.
Los procedimientos eran variados. Unos se sentaban en el camastro, le tomaban la cabeza al doliente y le metían la uña del pulgar, que traían descomunalmente crecida, en la hoya del pescuezo. Otros ponían una rodilla en el pecho del enfermo, medían el lugar donde hacer presión, le pasaban suavemente los brazos por el cuello y hacían un brusco movimiento para quebrar el espinazo, con un crujido de huesos rotos. El infeliz ni se daba cuenta.
En batalla también era usual facilitar la muerte a los malheridos incurables. A fines del siglo XVI, el cirujano del ejército Ambroise Paré declaraba:
Entramos en tropel en la ciudad y pasamos por encima de los cuerpos muertos y de algunos que no lo estaban, oyéndoles clamar bajo las pezuñas de nuestros caballos... En un establo en busca de alojamiento para mi caballo y el de mi asistente me encontré con cuatro soldados muertos y tres que estaban arrimados a la pared, con el rostro completamente desfigurado; y no veían, ni oían, ni hablaban; y todavía les llameaban los vestidos por la pólvora que los había quemado. Estándoles yo mirando con lástima, llegó un soldado viejo, el cual me preguntó si había modo de curarlos. Respondí que no. Al punto se acercó a ellos y los degolló de buen talante y sin enojo. Viendo yo tan gran crueldad, le dije que era un mal hombre. Me replicó que rogaba a Dios que, de hallarse él en tal coyuntura, pudiese dar con alguien que hiciere por él otro tanto, para no tener que agonizar miserablemente.
En las guerras de independencia era frecuente rematar por degüello no sólo a los enemigos, que eso también, sino a los propios compadres que tenían una mala herida en el vientre u otra injuria semejante. La daga, que en otros lugares se llamaba misericordia, en estas tierras se conocía como despenador. La llevaban algunos oficiales superiores. Calculaban la distancia poniendo dos dedos en el espacio intercostal y hundían profunda y rápidamente la hoja en el corazón. ¿Acaso no matan a los caballos?”
Ricardo Lesser, “Vivir la muerte. Historias de vida y de muerte entre 1610 y 1810”,
Buenos Aires, Longseller, 2007