“Los médicos no me dan
respuestas. Hablan con metáforas”. Así hablaba una joven que pedía una muerte digna.
No la tuvo, al morir pesaba 18 kilos. Por fortuna, ahora la dignidad última se discute
en el Senado.
Sólo a los seres humanos nos es difícil
morir. Sobre todo en estos tiempos en los que la tecnología abre la posibilidad
de un encarnizamiento terapéutico más allá de los límites de un cuerpo que no
quiere más. Morimos solos, desnudos bajo una sábana blanca, iluminados injuriosamente
por la luz blanca de la terapia intensiva.
No siempre fue así. Hubo un
tiempo en que moríamos en la misma cama en que habíamos nacido, rodeados de los que queríamos, creyendo en
un trasmundo. “En las sociedades tradicionales –decíamos en nuestro libro Vivir la muerte. Historias de vida y de muerte entre 1610 y 1810- la muerte era una cosa
natural. Lo que sobraba era el dolor inútil. Por eso cuando alguien agonizaba
padeciendo en vano era corriente que se llamara al despenador. Era el modo en que los vivos facilitaban el paso de los
que casi ya no lo eran al más allá”.
Los procedimientos eran variados.
Unos se sentaban en el camastro, le tomaban la cabeza al doliente y le metían
la uña del pulgar, que traían descomunalmente crecida, en la hoya del pescuezo.
Otros ponían una rodilla en el pecho del enfermo, medían el lugar donde hacer
presión, le pasaban suavemente los brazos por el cuello y hacían un brusco
movimiento para quebrar el espinazo, con un crujido de huesos rotos. El infeliz
ni se daba cuenta.
En batalla también era usual
facilitar la muerte a los malheridos incurables. A fines del siglo XVI, el
cirujano del ejército Ambroise Paré declaraba:
Entramos en tropel en la ciudad y pasamos por
encima de los cuerpos muertos y de algunos que no lo estaban, oyéndoles clamar
bajo las pezuñas de nuestros caballos... En un establo en busca de alojamiento
para mi caballo y el de mi asistente me encontré con cuatro soldados muertos y
tres que estaban arrimados a la pared, con el rostro completamente desfigurado;
y no veían, ni oían, ni hablaban; y todavía les llameaban los vestidos por la
pólvora que los había quemado. Estándoles yo mirando con lástima, llegó un
soldado viejo, el cual me preguntó si había modo de curarlos. Respondí que no.
Al punto se acercó a ellos y los degolló de buen talante y sin enojo. Viendo yo
tan gran crueldad, le dije que era un mal hombre. Me replicó que rogaba a Dios
que, de hallarse él en tal coyuntura, pudiese dar con alguien que hiciere por
él otro tanto, para no tener que agonizar miserablemente.
En las guerras de independencia era frecuente
rematar por degüello no sólo a los enemigos, que eso también, sino a los
propios compadres que tenían una mala herida en el vientre u otra injuria
semejante. La daga, que en otros lugares se llamaba misericordia, en
estas tierras se conocía como despenador. La llevaban algunos oficiales
superiores. Calculaban la distancia poniendo dos dedos en el espacio
intercostal y hundían profunda y rápidamente la hoja en el corazón. ¿Acaso
no matan a los caballos?”
Ricardo Lesser, “Vivir la
muerte. Historias de vida y de muerte entre 1610 y 1810”,
Buenos Aires,
Longseller, 2007