Martín Jacobo Thompson, anónimo,
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Es una de las cartas de amor más bella de la historia. Sólo
que Mariquita Sánchez no la escribió a su esposo, sino a su asistente, Joaquín.
Hacía rato que Martín andaba tonteando por las calles de
Washington, vestido de levita cortona y apolillada, manoseando inmoderadamente
a sus interlocutores. “Mr. Mariquita”, le decían los yanquis inmisericordes.
Martín Jacobo Thompson, agente diplomático de las Provincias
Unidas del Sur en los Estados Unidos, estaba irremisiblemente loco y volvía a
Buenos Aires con el único abrigo de Joaquín, que lo cuidaba como a un niño. Por
eso Mariquita le escribió:
Te encargo comprar para el viaje todo lo que
sea preciso para que Martín sea bien cuidado. Quiero decirte café, azúcar,
algunos bizcochos, dulce, algunas cosas que tú sepas le puedan servir sin
atenerse a lo que darán en el buque, porque los buques mercantes no son como
los de guerra, donde se come y en abundancia. Así compra todo lo que puedas
para que lo tome a la hora que quiera sin tener que andar pidiendo. Te encargo
también que le hagas hacer una levita de paño, buena, y un fraque, dos docenas
de camisas para que lo mudes muy a menudo, corbatas, pantalones y todo lo
demás. Cuidado, que no lo traigan mal vestido, sino como yo lo vestía cuando
estaba aquí bueno.
En nada, Joaquín, quiero que lo traten como a
un débil enfermo, sino como a mi marido.
Lo malo de
la carta era la fecha: 26 de mayo de 1819.
Malo,
decimos, porque tres meses antes de aquella carta sin duda amorosa, un acalorado 25 de febrero, Mariquita había intercambiado secretamente anillos de
enamorados con su maestro de piano, Jean-Baptiste Washington de Mendeville.
Martín Jacobo Thompson, el personaje
Como fuere,
Martín creció pálido, rubísimo y sin madre porque Tiburcia López Escribano y
Cárdenas, la esposa de William en segundas nupcias, se hizo monja capuchina.
Sor María Manuela de Jesús, tal el nombre que se dio, nunca quiso ver a su
hijo. Ni aun cuando éste se comidió, como solían hacer los vecinos, a
descargar la leña en el convento para verla. Fríamente, lo intimó a que se
largara.
Martín,
vaya a saber por qué, quiso ser oficial de la Marina Real. Cuando tuvo que
probar limpieza de sangre –es decir,
que no tenía antecedentes judíos, moros, negros o de cualquier otra raza que
causare infamia-, curiosamente el linaje de William brilló por su ausencia.
En la Real Escuela
de Guardiamarinas del Ferrol, demostró “poca aplicación, mediano talento y (eso
sí) buena conducta". Un mediocre, por decir lo menos.
Mediocre o
no, enamoró a su prima María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez, a
quien todos llamaban Mariquita. Los chicos, porque eso eran, se juraron amor
bajo la sombra del naranjo que el padre de la muchacha había plantado en la
magnífica casona de la calle Unquera, que se llamaría del Empedrado y ahora
Florida al 200.
Cuando los
padres de Mariquita decidieron darla en esponsales a un señor muy mayor y muy
avinagrado, ella dijo no. No más decirlo fue a dar de patitas a la Santa Casa
de Ejercicios Espirituales, en las afueras de la ciudad, en lo que es hoy la
avenida Independencia, a que se le fuera el sofoco. Martín fue destinado a
Cádiz, que más lejos no podía ser.
Mariquita
aguantó entre los catorce y los diecisiete años el empecinamiento de su madre,
la sorna de sus amigas y las hablillas de los vecinos. Mientras tanto, la
sensibilidad colonial estaba cambiando. Hasta los obispos hablaban del amor en
el matrimonio como si no fuera pecado.
Martín, que
había regresado para cobrar una herencia, inició un juicio de disenso. Magdalena
Trillo, la madre de la niña, fue clara: ella era una “joven incauta e inexperta
y él un hombre “astuto y artificioso, interesado en entrar a manejar su caudal
para regalarse”. La boda debía impedirse “aunque haya esponsales contraídos y
se haya seguido el desfloro de la virgen”.
Oficios van,
oficios vienen, el 20 de julio de 1804 el juicio se resolvió a favor de los
enamorados. El triunfo del no de la niña fue un anticipo de los cambios
huracanados que se iniciaron en 1810.
El caso es
que Mariquita y Martín se fueron a vivir a la casona todavía regenteada por la
recia doña Magdalena. Pese a ello, se divirtieron a mares. Emplearon al primer
cochero de pescante y con caballos (no con mulas) y la primera chimenea en la
sala. Algo de razón tenía la suegra…
El caso es
que a Martín, a quien Sobremonte había nombrado capitán del puerto de Buenos
Aires, le daba por la política. Algunos vecinos del barrio de La Merced, como
Belgrano, Castelli y otros, pensaron que la infanta Carlota, la hermana del
impedido Fernando VII, debía hacerse cargo de estas provincias. Al tiempo, el
22 de mayo de 1810, metieron bulla en un cabildo abierto. En 1813, pidieron que
la Asamblea Constituyente se despojara de una buena vez de la máscara de Fernando.
En 1815, el
Supremo Director Álvarez Thomas mandó a Martín a una misión diplomática secreta
y delicadísima: debía lograr que los Estados Unidos se olvidaran que la
revolución porteña era casi la única que sobrevivía en América y que se
comprometieran con la emancipación de las Provincias Unidas.
Allá se fue
Martín, con esa melancolía que terminaría funestamente en la Casa de los Locos
de New York. Joaquín lo embarcó en un barco a vela hacia Buenos Aires, pero no
llegó. Arrojaron su desamparado cuerpo al mar el 23 de octubre de 1819.