Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 20 de julio de 2013

Loco de amor

Martín Jacobo Thompson, anónimo, s/f
Es una de las cartas de amor más bella de la historia. Sólo que Mariquita Sánchez no la escribió a su esposo, sino a su asistente, Joaquín.
Hacía rato que Martín andaba tonteando por las calles de Washington, vestido de levita cortona y apolillada, manoseando inmoderadamente a sus interlocutores. “Mr. Mariquita”, le decían los yanquis inmisericordes.
Martín Jacobo Thompson, agente diplomático de las Provincias Unidas del Sur en los Estados Unidos, estaba irremisiblemente loco y volvía a Buenos Aires con el único abrigo de Joaquín, que lo cuidaba como a un niño. Por eso Mariquita le escribió:
Te encargo comprar para el viaje todo lo que sea preciso para que Martín sea bien cuidado. Quiero decirte café, azúcar, algunos bizcochos, dulce, algunas cosas que tú sepas le puedan servir sin atenerse a lo que darán en el buque, porque los buques mercantes no son como los de guerra, donde se come y en abundancia. Así compra todo lo que puedas para que lo tome a la hora que quiera sin tener que andar pidiendo. Te encargo también que le hagas hacer una levita de paño, buena, y un fraque, dos docenas de camisas para que lo mudes muy a menudo, corbatas, pantalones y todo lo demás. Cuidado, que no lo traigan mal vestido, sino como yo lo vestía cuando estaba aquí bueno.
En nada, Joaquín, quiero que lo traten como a un débil enfermo, sino como a mi marido.
Lo malo de la carta era la fecha: 26 de mayo de 1819.
Malo, decimos, porque tres meses antes de aquella carta sin duda amorosa, un acalorado 25 de febrero, Mariquita había intercambiado secretamente anillos de enamorados con su maestro de piano, Jean-Baptiste Washington de Mendeville.

Martín Jacobo Thompson, el personaje
Los maledicentes decían que Martín Jacobo Thompson (1777-1819) tenía orígenes judíos, una enormidad en aquellos tiempos de cristiandad blindada. Es cierto que su padre, William Paul Thompson, se había casado en primeras nupcias con una niña liviana de cascos, Francisca Aldao y Rendón, una muchacha sin dote por cuya virginidad nadie daba un céntimo. El matrimonio era tan inconveniente que se hizo sospechoso. Pero lo que quería el bueno de William era sacar carta de vecino en un pueblo en el que “inglés” era sinónimo de hereje.
Como fuere, Martín creció pálido, rubísimo y sin madre porque Tiburcia López Escribano y Cárdenas, la esposa de William en segundas nupcias, se hizo monja capuchina. Sor María Manuela de Jesús, tal el nombre que se dio, nunca quiso ver a su hijo. Ni aun cuando éste se comidió, como solían hacer los vecinos, a descargar la leña en el convento para verla. Fríamente, lo intimó a que se largara.
Martín, vaya a saber por qué, quiso ser oficial de la Marina Real. Cuando tuvo que probar limpieza de sangre –es decir, que no tenía antecedentes judíos, moros, negros o de cualquier otra raza que causare infamia-, curiosamente el linaje de William brilló por su ausencia.
En la Real Escuela de Guardiamarinas del Ferrol, demostró “poca aplicación, mediano talento y (eso sí) buena conducta". Un mediocre, por decir lo menos.
Mediocre o no, enamoró a su prima María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez, a quien todos llamaban Mariquita. Los chicos, porque eso eran, se juraron amor bajo la sombra del naranjo que el padre de la muchacha había plantado en la magnífica casona de la calle Unquera, que se llamaría del Empedrado y ahora Florida al 200.
Cuando los padres de Mariquita decidieron darla en esponsales a un señor muy mayor y muy avinagrado, ella dijo no. No más decirlo fue a dar de patitas a la Santa Casa de Ejercicios Espirituales, en las afueras de la ciudad, en lo que es hoy la avenida Independencia, a que se le fuera el sofoco. Martín fue destinado a Cádiz, que más lejos no podía ser.
Mariquita aguantó entre los catorce y los diecisiete años el empecinamiento de su madre, la sorna de sus amigas y las hablillas de los vecinos. Mientras tanto, la sensibilidad colonial estaba cambiando. Hasta los obispos hablaban del amor en el matrimonio como si no fuera pecado.
Martín, que había regresado para cobrar una herencia, inició un juicio de disenso. Magdalena Trillo, la madre de la niña, fue clara: ella era una “joven incauta e inexperta y él un hombre “astuto y artificioso, interesado en entrar a manejar su caudal para regalarse”. La boda debía impedirse “aunque haya esponsales contraídos y se haya seguido el desfloro de la virgen”.   
Oficios van, oficios vienen, el 20 de julio de 1804 el juicio se resolvió a favor de los enamorados. El triunfo del no de la niña fue un anticipo de los cambios huracanados que se iniciaron en 1810.
El caso es que Mariquita y Martín se fueron a vivir a la casona todavía regenteada por la recia doña Magdalena. Pese a ello, se divirtieron a mares. Emplearon al primer cochero de pescante y con caballos (no con mulas) y la primera chimenea en la sala. Algo de razón tenía la suegra…
El caso es que a Martín, a quien Sobremonte había nombrado capitán del puerto de Buenos Aires, le daba por la política. Algunos vecinos del barrio de La Merced, como Belgrano, Castelli y otros, pensaron que la infanta Carlota, la hermana del impedido Fernando VII, debía hacerse cargo de estas provincias. Al tiempo, el 22 de mayo de 1810, metieron bulla en un cabildo abierto. En 1813, pidieron que la Asamblea Constituyente se despojara de una buena vez de la máscara de Fernando.
En 1815, el Supremo Director Álvarez Thomas mandó a Martín a una misión diplomática secreta y delicadísima: debía lograr que los Estados Unidos se olvidaran que la revolución porteña era casi la única que sobrevivía en América y que se comprometieran con la emancipación de las Provincias Unidas.
Allá se fue Martín, con esa melancolía que terminaría funestamente en la Casa de los Locos de New York. Joaquín lo embarcó en un barco a vela hacia Buenos Aires, pero no llegó. Arrojaron su desamparado cuerpo al mar el 23 de octubre de 1819.