Madame Staffe enseñaba cómo administrar las insustanciales conversaciones de salón. Alertaba contra esos silencios que suelen ocurrir en las conversaciones; esos silencios abruptos, incómodos, desconcertantes que, de pronto, se instalan en el diálogo.
Lo malo de esos silencios es que alteran los ritos del diálogo. Hacen que uno se sienta torpe, balbuceante. Hacen que la intimidad quede expuesta a la mirada de los demás. El silencio se hace cuerpo, cuerpo desnudo, escrutado. Un horror.
Cualquier caballero de los nuestros le hubiera dicho a la falsa baronesa que en estas tierras hay un modo de conjurar esos silencios perturbadores. Cuando las señoras no saben momentáneamente qué decir, al cabo de un instante una de ellas dice: “Ha pasado un ángel”. Entonces alguien inclina la cabeza, alguien dice una nadería. Y el cortés carruaje de la conversación reemprende su camino.
La costumbre proviene de aquella época en que, ante la mención de un difunto, se le hacía la ofrenda de un breve momento de silencio. Una especie de “En paz descanse”. Después se invirtieron el significante y el significado. Cuando se producía un silencio repentino, alguien largaba el aliviador “Ha pasado un ángel”, una metonimia del muerto. Esto es, se menciona un ángel aéreo, sin cuerpo, como un conjuro para la brutal exposición del cuerpo que abre el vacío de la palabra.
Al parecer, los ángeles van y vienen sobrevolando las conversaciones de los pobres mortales. Cuando alguien menta alguna desgracia (algo como “Para vivir tan mal, mejor me muero”), alguno de los interlocutores advierte: “¡Cuidado, no sea cosa que pase el Ángel Amén!”
En efecto, si pasa el Ángel podría completar la frase agorera: “Para vivir tan mal, mejor me muero”. “Así sea” (éste es el significado de “amén”), podría decir el Ángel Amén al paso. Y tal cual, se muere. Parece mentira el poder que tienen las palabras. Palabras magas.