Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

viernes, 11 de octubre de 2013

El estrés del presidente

Piquete del 8° Regimiento de Caballería 
en el velatorio de Manuel Quintana; marzo 13, 1906
Foto de Caras y Caretas
No ganaba para sustos. El mediodía era sofocante. El aire se negaba a entrar por las ventanas. Como si supiera. Era el 4 de febrero de 1905 y se le habían sublevado los radicales en todo el país. Sabía de la conspiración, pero los altos mandos no habían podido parar a algunos subalternos faltos de juicio. En eso, el secretario le dijo que José Figueroa Alcorta, el vicepresidente, le pedía una conferencia telegráfica desde Córdoba.
Tomó el papel con la cinta del telégrafo. Señor presidente, en Córdoba se ha constituido un gobierno encabezado por el teniente coronel Daniel Fernández. (¿Quién diablos es este Fernández?) Pero están dispuestos a buscar alguna salida a la situación siempre que se respete la vida y la hacienda de los insurgentes. (¡Qué salida, ni qué niño muerto!).
¿Qué salida, José?, mandó decir. Mi vida está en sus manos, Manuel, le transmitió Figueroa Alcorta. ¡Qué raro!, José nunca diría algo así. (Más tarde le contarían que a esa altura Aníbal Pérez del Viso, un inveterado agitador radical, era quien mentía al telegrafista desde Córdoba).
La cosa no pasó a mayores, pero al presidente Manuel Quintana se le salía el corazón por la boca a cada rato.
Al poco tiempo, una tarde de agosto que llovía triste, salió de su casa de la calle de Las Artes (que se llamaría Carlos Pellegrini) sin haber dormido la siesta. Cuando atravesaban plaza San Martín, un individuo empapado se subió al estribo y, sin decir esta boca es mía, le gatilló a quemarropa una Smith & Wesson, que se quedó muda.
Quintana, que también se quedó mudo, se adelantó estúpidamente. El anarquista, porque eso era, un anarquista, volvió a gatillar. Nada. De modo que salió corriendo.
El cochero azuzó a latigazos a los caballos que, con los ojos desorbitados del miedo, se lanzaron por Florida. Tan rápido iban que terminaron volcando en la calle fangosa. A Quintana, de nuevo, le salía el corazón por la boca.
Redujo al mínimo su trabajo en la Rosada. Pero la noticia de la muerte de su compadre Bartolomé Mitre lo descuajeringó del todo. El estrés, dicen, agravó una dolencia renal (o al revés, quién sabe). Lo cierto es que Manuel Quintana murió el 12 de marzo de 1906.
Pocas horas después, el teniente coronel José Félix Uriburu, jefe del 8° Regimiento de Caballería, llegó a caballo y dispuso una guarda militar en la quinta de Belgrano donde había muerto el presidente. Era el mismo Uriburu que daría el golpe de 1930. La serpiente se veía a través de la cáscara frágil del huevo.