Piquete del 8° Regimiento de Caballería
en el velatorio de Manuel Quintana; marzo 13, 1906
Foto de Caras y Caretas
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No ganaba para sustos. El mediodía era sofocante. El aire se
negaba a entrar por las ventanas. Como si supiera. Era el 4 de febrero de 1905 y se le habían sublevado los radicales en todo el país. Sabía de la
conspiración, pero los altos mandos no habían podido parar a algunos
subalternos faltos de juicio. En eso, el secretario le dijo que José Figueroa
Alcorta, el vicepresidente, le pedía una conferencia telegráfica desde Córdoba.
Tomó el papel con la cinta del telégrafo. Señor presidente,
en Córdoba se ha constituido un gobierno encabezado por el teniente coronel
Daniel Fernández. (¿Quién diablos es este Fernández?) Pero están dispuestos a
buscar alguna salida a la situación siempre que se respete la vida y la
hacienda de los insurgentes. (¡Qué salida, ni qué niño muerto!).
¿Qué salida, José?, mandó decir. Mi vida está en sus manos,
Manuel, le transmitió Figueroa Alcorta. ¡Qué raro!, José nunca diría algo así.
(Más tarde le contarían que a esa altura Aníbal Pérez del Viso, un inveterado agitador
radical, era quien mentía al telegrafista desde Córdoba).
La cosa no pasó a mayores, pero al presidente Manuel
Quintana se le salía el corazón por la boca a cada rato.
Al poco tiempo, una tarde de agosto que llovía triste, salió
de su casa de la calle de Las Artes (que se llamaría Carlos Pellegrini) sin haber dormido
la siesta. Cuando atravesaban plaza San Martín, un individuo empapado se subió
al estribo y, sin decir esta boca es mía, le gatilló a quemarropa una Smith
& Wesson, que se quedó muda.
Quintana, que también se quedó mudo, se adelantó estúpidamente.
El anarquista, porque eso era, un anarquista, volvió a gatillar. Nada. De modo
que salió corriendo.
El cochero azuzó a latigazos a los caballos que, con los
ojos desorbitados del miedo, se lanzaron por Florida. Tan rápido iban que
terminaron volcando en la calle fangosa. A Quintana, de nuevo, le salía el
corazón por la boca.
Redujo al mínimo su trabajo en la Rosada. Pero la noticia de
la muerte de su compadre Bartolomé Mitre lo descuajeringó del todo. El estrés,
dicen, agravó una dolencia renal (o al revés, quién sabe). Lo cierto es que
Manuel Quintana murió el 12 de marzo de 1906.
Pocas horas después, el teniente coronel José Félix Uriburu,
jefe del 8° Regimiento de Caballería, llegó a caballo y dispuso una guarda
militar en la quinta de Belgrano donde había muerto el presidente. Era el mismo
Uriburu que daría el golpe de 1930. La serpiente se veía a través de la cáscara
frágil del huevo.