Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Crimea y las bombachas

Los porteños estaban fascinados con la Guerra de Crimea (1853/1856). No había nada más romántico que aquella carga de la brigada de caballería ligera que, más que el heroísmo de los caballeros británicos, denunciaba la estupidez de sus generales. No pensaban mucho más. Aquí no llegaba el New York Daily Tribune en el que Karl Marx encontraba que, después de todo, los países capitalistas con sus conflictos ejercían cierta acción “civilizadora” sobre los “países bárbaros”.
Lo que no sabían era que Juan Bautista Alberdi estaba haciendo de las suyas. La Confederación Argentina lo había enviado a Europa con el propósito de bloquear las pretensiones de autonomía del Estado de Buenos Aires. El tucumano logró que Gran Bretaña y Francia retiraran sus diplomáticos acreditados en territorio bonaerense y reconocieran la soberanía del gobierno de Paraná. Francia acreditó ante él al ministro plenipotenciario Charles Lefebvre de Bécour.   
No más llegar, Monsieur de Bécour le comentó a Justo José de Urquiza que la paz en Crimea había producido grandes rezagos de guerra. No se refería a los fusiles con cañones estriados, una novedad que había hecho la delicia de los ejércitos aliados. No, era algo más sencillo: habían sobrado cien mil pantalones de esos anchos, que usaban los zuavos. Era una oferta que el entrerriano no pudo resistir. A cambio de los cien mil bombachos, sólo tenía que mandar unos cueritos, algunas toneladas de carne salada y otros productos del país.
No sabemos cómo hizo la Confederación para distribuir los benditos cien mil pantalones. Lo cierto es que desde entonces los peones de estancia abandonaron los incómodos chiripás y adoptaron definitivamente las bombachas. Cosas de la modernidad. 

sábado, 25 de enero de 2014

Los rayos de siempre

¿Cómo evitar ser alcanzado por un rayo? Lo primero es averiguar si uno tiene preservativos. (Para no dar lugar a equívocos: cuando decimos preservativos decimos “pararrayos”). Si no los hay, es bueno sentarse en medio de la habitación en que uno se halla, un pie sobre otro. O, mejor todavía, tender un colchón doblado en dos en medio de la pieza, poner encima la silla y sentarse, siempre con un pie sobre el otro. 
Al menos esto aconsejaba Benjamin Franklin, que de esto sabía un montón.
En la noche del jueves 20 de mayo de 1802 hubo una tormenta eléctrica de aquéllas sobre Buenos Aires. De modo que el Telégrafo Mercantil creyó oportuno publicar un resumen de un muy erudito opúsculo de don Franklin:
"El que tiene miedo á las tempestades y està en un lugar en que no hay preservativos contra los efectos de este metéoro, quando sobrevenga una tormenta lo que debe hacer es apartarse mucho de las chimeneas, de los espejos de las maderas doradas, de los quadros si tienen dorados los marcos. Lo mejor de todo es ponerse en medio del quarto (como no haya colgado del techo con una cadena alguna araña ó farol) sentado en una silla, un pie sobre otro. Todavia es mas seguro tender en medio de la pieza un colchon, doblado en dos y poner encima las sillas. Estos colchones no llamando la materia del rayo como las paredes, no preferirá interrumpir su curso pasando por medio del ayre del quarto y los colchones, quando puede seguir la pared, que es mejor conductor.
Pero, asi concluye Franklin esta obrilla, quando hay (...) proporcion de tener una hamaca ( que es un lecho suspendido con cuerdas) colgada con cordones de seda, ó de lana, ó de pelo, à igual distancia del techo, del suelo y de las paredes del quarto, se ha logrado quanto se puede desear> deséar para la mayor seguridad en qualquiera pieza que sea, y lo que realmente se puede mirar como mas à proposito para ponerse à cubierto de todoriezgo de parte del rayo".
En resolucion, el Editor, avisa segun las observaciones de Franklin "el agua y todos los metales son buenos conductores de este fluido; y tambien otras substancias, como la madera y otros materiales empleados en los edificios, siempre que contengan cierta porcion de partes aquosas = el vidrio, la cera, la seda, la lana, el pelo, las plumas y aun la madera muy reseca, no pueden servir de conductores para transmitir este fluido; esto es, en lugar de facilitar su paso, le resisten ó se le oponen”. 
Esta nota se escribió hace más de doscientos años. No hay nada nuevo bajo el sol. Bah, bajo las tormentas. 

martes, 21 de enero de 2014

Cómo abandonar a los bebés

Es una caja con una ventanilla. Uno la abre cuidando que nadie lo vea, deposita el bebé, cierra la ventanilla, oprime el botón y se va. A los diez minutos (tiempo suficiente como para poder alejarse tranquilamente), suena una chicharra y el servicio de asistencia social pasa a retirar el niñito.
Hay baby boxes, cajas incubadoras, en Pekín y en Xi’an y en Nanjing. Pero también en Alemania, en Austria, en la India y en Paquistán. Tienen sus bondades. Es mejor que tirar los chicos en la letrina o en cualquier tacho de basura. No sólo no se mueren de frío, tampoco se los devoran los perros o las ratas.
Algo de esto pasaba en el Buenos Aires colonial. Hasta Carlos III se horrorizó porque un día hallaron en el Barrio de San Miguel dos criaturas, comida la una, sin resto de otro fragmento que un brazo que tenía un perro; y la otra roída hasta las caderas. No era la primera vez, ya se habían encontrado y otros dos niños, uno arrojado a un albañal que murió, y otro comido por los cerdos.
De allí que Vértiz creara la Casa Cuna y con ella un dispositivo del secreto y el honor de las solteras y las menesterosas: el torno, un armario cilíndrico de madera instalado en un hueco del muro, que giraba sobre un eje y que permitía pasar niños desde la calle nocturna al interior del instituto sin que se viera la madre furtiva.
El torno de los niños expósitos (de los expuestos, los puestos afuera de la sociedad) giró y giró hasta el invierno de 1891.Fue entonces cuando el higienista Emilio Coni lo juzgó aparato indigno de una sociedad culta.
Más de cien años después, las baby boxes replican el torno, aquel dispositivo del abandono. Pero no se crea que es cosa nueva.
Los griegos cuentan que Pasífae, la esposa del rey Minos, tuvo amores con un toro de Creta. De ese tumulto de oscuridades nació Minotauro; hombre y toro en un mismo cuerpo, un monstruo que nadie debía ver.
Para ocultar su vergüenza adulterina, Minos le encargó al gran arquitecto Dédalo que construyera un laberinto, una confusión de calles y encrucijadas destinada a confundir a quien se adentre en él hasta serle imposible la salida. Algo así como un torno. O como una baby box.

martes, 19 de noviembre de 2013

A código cerrado

Antiguo Congreso de la Nación Argentina, 
en Balcarce y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen), circa 1864. 
El Código Civil fue aprobado a libro cerrado, sin que hubiera habido debate, ni siquiera una lectura somera de sus más de cuatro mil artículos. No fue la única anomalía: el codificador, Dalmacio Vélez Sársfield, era también el ministro del Interior y, como tal, participó de la Comisión de Legislación que debía dar por bueno el proyecto del propio jurisconsulto, que cobraría sus suculentos honorarios del mismo Parlamento.  
No importa, el bueno de Dalmacio había redactado el Código Civil sin salirse una coma del ideario de la época. Desde luego, confirmaba la imbecilitas de la mujer, su inherente fragilidad. Perdonando el latinajo: “Mulieres sunt viris longe inferiores et animo et corpore”; las mujeres son muy inferiores en cuerpo y alma. Es lógica, entonces, la potestad marital, el poder de asistencia y protección del marido que no por nada es caput mulieris. De allí la incapacidad jurídica de la mujer casada, que quedaba bajo la tutela del marido (artículos 55 y 57). 
Quién sabe qué opinaba de estas cosas Aurelia, la culta hija de don Dalmacio, que le hizo de secretaria y trascribió los artículos donde se impedía a las mujeres aprender cualquier cosa (un oficio, un idioma, una receta) sin consentimiento de su marido. La misma Aurelia que se demoraba horas con su bienamado Sarmiento, en el saloncito a oscuras de los Vélez Sársfield.  

martes, 22 de octubre de 2013

El motorman

Puente Bosch, Riachuelo, 1930. Caras y Caretas.
El interno 75 de la línea 105, Juan el tano Vescio, tomó la última curva, esa que anunciaba el puente levadizo, a toda velocidad.
(Unos minutos antes, la chata petrolera había tocado la sirena para que el operador del puente lo levantara. El operador encendió el peligro, porque eso era esa boca abierta sobre el Riachuelo, un peligro. Chirriando de humedad, el mecanismo se elevó).
La luz roja se le vino encima. El motorman manoteó la manivela. Estaba trabada por el desgaste. Se atolondró, en vez de cortar el suministro eléctrico, tironeó de la manivela inútil mientras las ruedas del tranvía ya rodaban locas en el aire. El vagón cayó al agua negra de noche y de inmundicia.
A las seis de la mañana del sábado 12 de julio de 1930, el tranvía obrero, así lo llamaban, iba atestado de laburantes que iban a Constitución. Ellos tampoco veían nada, las ventanillas estaban empañadas de niebla. De pronto, sintieron como si bajaran rápidamente en un ascensor. Era la muerte.
“Uno de los cadáveres extraídos –escribió Raúl González Tuñón en la quinta de Crónica- era un chiquilín como de catorce años. Obrerito joven, la muerte lo sorprendió tiritando de frío en un rincón del tranvía. Cuando levantaron ese cuerpecito liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los bolsillos de su saco. Ese bulto resultó ser un sándwich. Un pan francés abierto en dos, llevando adentro una milanesa seguramente sobra del día anterior”.

“El [accidente] que más me marcó (y mirá que son muchos), el que más me marcó fue el de un nene de once años. Todavía me acuerdo y me agarra una cosa acá [la garganta] y acá [el corazón]”. 
Testimonio de un motorman en Signos asociados al trastorno por estrés postraumático en maquinistas de trenes del Área Metropolitaba Buenos Aires que participan en accidentes de arrollamientos de personas o vehículos, Superintendencia de Riesgos del Trabajo, 2006. 
El informe describe la ansiedad, los disturbios del sueño, la culpa y la depresión que les ocasionan los múltiples e inevitables arrollamientos. De 201 maquinistas entrevistados, todos habían tenido al menos un arrollamiento.      

miércoles, 16 de octubre de 2013

De gendarmes, soldados y otras ligerezas

Daguerrotipo del Fuerte de Buenos Aires, circa 1852
El poder es un vino fuerte, se va a la cabeza. Siempre fue así. Que lo diga si no Juan José Castelli, la voz de la Revolución.
La anécdota la cuenta Manuel Moreno, el hermano de Mariano, y ocurrió en el Fuerte (donde hoy está emplazada la Casa de Gobierno) hace exactamente 203 años:
“La primera noche de sesión [de la Junta] estaba amenazando lluvia. Castelli que iba a pie y preparado contra el tiempo, al montar las escaleras, vio un soldado, que estaba allí por accidente y sin más examen, tomándole por ordenanza, le entregó a guardar el capote y paragua que llevaba. Concluida la sesión mui tarde, bajaba Castelli con [Mariano] Moreno y empezó a llamar a dicho funcionario a voces repetidas, para recuperar sus prendas, pero en vano porque el supuesto ordenanza había desaparecido con ellas, y no era conocido de nadie.
El Dr. Moreno, después de aquel incidente que causó mucho su risa, decía: Nuestro Castelli es alinierado, dando a entender que Castelli se parecía a Liniers en cierto abandono, o ligereza de carácter”.
Cosas de próceres. 

viernes, 11 de octubre de 2013

El estrés del presidente

Piquete del 8° Regimiento de Caballería 
en el velatorio de Manuel Quintana; marzo 13, 1906
Foto de Caras y Caretas
No ganaba para sustos. El mediodía era sofocante. El aire se negaba a entrar por las ventanas. Como si supiera. Era el 4 de febrero de 1905 y se le habían sublevado los radicales en todo el país. Sabía de la conspiración, pero los altos mandos no habían podido parar a algunos subalternos faltos de juicio. En eso, el secretario le dijo que José Figueroa Alcorta, el vicepresidente, le pedía una conferencia telegráfica desde Córdoba.
Tomó el papel con la cinta del telégrafo. Señor presidente, en Córdoba se ha constituido un gobierno encabezado por el teniente coronel Daniel Fernández. (¿Quién diablos es este Fernández?) Pero están dispuestos a buscar alguna salida a la situación siempre que se respete la vida y la hacienda de los insurgentes. (¡Qué salida, ni qué niño muerto!).
¿Qué salida, José?, mandó decir. Mi vida está en sus manos, Manuel, le transmitió Figueroa Alcorta. ¡Qué raro!, José nunca diría algo así. (Más tarde le contarían que a esa altura Aníbal Pérez del Viso, un inveterado agitador radical, era quien mentía al telegrafista desde Córdoba).
La cosa no pasó a mayores, pero al presidente Manuel Quintana se le salía el corazón por la boca a cada rato.
Al poco tiempo, una tarde de agosto que llovía triste, salió de su casa de la calle de Las Artes (que se llamaría Carlos Pellegrini) sin haber dormido la siesta. Cuando atravesaban plaza San Martín, un individuo empapado se subió al estribo y, sin decir esta boca es mía, le gatilló a quemarropa una Smith & Wesson, que se quedó muda.
Quintana, que también se quedó mudo, se adelantó estúpidamente. El anarquista, porque eso era, un anarquista, volvió a gatillar. Nada. De modo que salió corriendo.
El cochero azuzó a latigazos a los caballos que, con los ojos desorbitados del miedo, se lanzaron por Florida. Tan rápido iban que terminaron volcando en la calle fangosa. A Quintana, de nuevo, le salía el corazón por la boca.
Redujo al mínimo su trabajo en la Rosada. Pero la noticia de la muerte de su compadre Bartolomé Mitre lo descuajeringó del todo. El estrés, dicen, agravó una dolencia renal (o al revés, quién sabe). Lo cierto es que Manuel Quintana murió el 12 de marzo de 1906.
Pocas horas después, el teniente coronel José Félix Uriburu, jefe del 8° Regimiento de Caballería, llegó a caballo y dispuso una guarda militar en la quinta de Belgrano donde había muerto el presidente. Era el mismo Uriburu que daría el golpe de 1930. La serpiente se veía a través de la cáscara frágil del huevo.