Es una caja con una ventanilla. Uno la abre cuidando que nadie lo vea,
deposita el bebé, cierra la ventanilla, oprime el botón y se va. A los diez
minutos (tiempo suficiente como para poder alejarse tranquilamente), suena una
chicharra y el servicio de asistencia social pasa a retirar el niñito.
Hay baby boxes, cajas incubadoras, en Pekín y en Xi’an y en
Nanjing. Pero también en Alemania, en Austria, en la India y en Paquistán.
Tienen sus bondades. Es mejor que tirar los chicos en la letrina o en cualquier
tacho de basura. No sólo no se mueren de frío, tampoco se los devoran los
perros o las ratas.
Algo de esto pasaba en el Buenos Aires colonial. Hasta Carlos III se
horrorizó porque un día hallaron en el Barrio de San Miguel dos criaturas, comida la una, sin resto de
otro fragmento que un brazo que tenía un perro; y la otra roída hasta las
caderas. No era la primera vez, ya se habían encontrado y otros dos niños, uno
arrojado a un albañal que murió, y otro comido por los cerdos.
De allí que Vértiz creara la Casa Cuna y con ella un dispositivo
del secreto y el honor de las solteras y las menesterosas: el torno, un armario
cilíndrico de madera instalado en un hueco del muro, que giraba sobre un eje y que
permitía pasar niños desde la calle nocturna al interior del instituto sin que
se viera la madre furtiva.
El torno de los niños expósitos (de los expuestos, los puestos
afuera de la sociedad) giró y giró hasta el invierno de 1891.Fue entonces
cuando el higienista Emilio Coni lo juzgó aparato indigno de una sociedad
culta.
Más de cien años
después, las baby boxes replican el torno, aquel dispositivo del
abandono. Pero no se crea que es cosa nueva.
Los griegos cuentan
que Pasífae, la esposa del rey Minos, tuvo amores con un toro de Creta. De ese
tumulto de oscuridades nació Minotauro; hombre y toro en un mismo cuerpo, un
monstruo que nadie debía ver.
Para ocultar su vergüenza adulterina, Minos
le encargó al gran arquitecto Dédalo que construyera un laberinto, una
confusión de calles y encrucijadas destinada a confundir a quien se adentre en
él hasta serle imposible la salida. Algo así como un torno. O como una baby
box.