Esquina porteña, Prilidiano Pueyrredon, 1865 |
1865. Empieza la vergonzosa guerra contra Paraguay. No hace
tanto que el Estado de Buenos Aires dio la libertad a los esclavos.
La ciudad quiere ser moderna, pero le cuesta. Se ven algunas
novedosas casas de altos (quién sabe si son reales o una ilusión del pintor, Prilidiano
Pueyrredon, que también es arquitecto). La calle tiene un leve declive, debe
ser alguna de las que van al Paseo del Bajo.
Las esquinas todavía sin ochavas dan lugar a encuentros
sorpresivos, a menudo indeseados. Como el choque entre esta señora sombría y
esta niña, tan blanca.
La muchacha es de cuento de hadas. La señora, oscura. Como
si tuviera un velo; pero no, es una afrodescendiente. Quizá una liberta de posibles, como se decía antes a la
gente que tenía un buen pasar.
El de la señora es un cuerpo expandido por el miriñaque,
prepotente. La niña, no.
En la imagen hay algo
que no va. El hombre blanco lleva sumisamente la canasta de quien parece ser su
dueña, la señora oscura. ¿Pero adónde han ido a parar las distinciones de la
piel?, parece preguntarse el señor que se asoma detrás de la puerta (¿Prilidiano
mismo?).
Los descendientes de africanos siempre fueron representados
como criados de librea de los grandes señores, a lo sumo como los bufones de
Juan Manuel. Pueyrredon viene a decirnos que en cualquier esquina uno puede
encontrarse con un afroamericano. Un horror.
El viejo vende sus naranjas a una niñita muy rubia y un niño de gorra a la inglesa. La deliciosa escena es acechada por un avieso chico de piel oscura que, en cualquier momento, roba una naranja. Prejuicios de don Prilidiano.
El naranjero, Prilidiano Pueyrredon, 1865