Y cerré el libro. Esto es, la selva. Un libro-selva de páginas porosas con una tapa de colores brillantes que desmentía las dos severas columnas por las que transitaba el texto. Uno pasaba la yema de los dedos sobre el papel y sentía los golpes de la prensa tipográfica.
El gusto a venado permaneció un rato en la boca.
Con los años aprendí que aquéllas eran las aventuras del
imperialismo en tierras desconocidas. Edgar Rice Burroughs decía, en el fondo, que
el rey de los monos lo era porque por sus venas corría la aristocrática sangre
británica. Lo mismo había hecho Daniel Defoe con su Robinson Crusoe, capaz de
reconstruir el imperio con las herramientas rescatadas del naufragio.
Qué va, me dije. Todavía podía revivir el gusto a venado y
el largo barrito del elefante Tantor que Toddy me regalaba a la hora de la
leche, después de la escuela.
Hasta que, hace poco, me topé con Los tarzanes apócrifos argentinos, una investigación de Carlos
Abraham: Tarzán no era de verdad.
Parece que Juan Carlos Torrendell, el dueño de la editorial
Tor, era un trujamán. Entre 1920 y 1960, había publicado miles y miles de
títulos en ediciones baratísimas. Entre otros, hizo traducir los textos de
Burroughs, probablemente sin pagar un centavo por los derechos. Y, cuando se
agotaron, pues sencillamente contrató ghostwriters
para que siguieran la serie. Ni el mismo Abraham sabe con seguridad cuántos
libros fueron; decenas. Entre ellos, acaso el mío.
Es probable que mi Tarzán, aquel libro perdido en alguna de
mis desdichadas mudanzas de infancia, tuviera un origen bastardo. Qué me importa. Si me lo propongo, todavía puedo evocar el
gusto a venado en la boca.