Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 25 de agosto de 2012

Andar del bracete con hombres

Juan Bautista Alberdi (1810/1884)

En este retrato, Juan Bautista debía tener unos cuarenta años. Quién sabe cuánto tiempo tuvo que posar ante la caja de madera del daguerrotipo. Pero la calidad de la imagen es extraordinaria. Tanto, que se ven los guantes con todo claridad. Desde ya, no se hubiera permitido aparecer sin guantes.
El tucumano ausente, como lo llamó alguien, pronto habría de publicar en “El Mercurio” de Valparaíso, Chile, las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, la matriz de la Constitución de 1853. Semejante obra opacó otras, menores, pero no menos ambiciosas. Como La Moda, el “gacetín semanal de música, poesía, literatura y costumbres”, que se proponía, menuda tarea, traer la civilización a estas pampas.
Alberdi usaba el pseudónimo de Figarillo para publicar notas como ésta, donde relata su experiencia de salir con un hombre alto muy alto… del bracete.

“Jamás he gustado de andar del bracete con hombres; ni llevar, ni que me lleven; he tenido que hacerlo como se tiene que hacer mil cosas en la sociedad con una voluntad de mozo de café. Otra cosa es con las damas; con ellas todo contacto es una ganga para nosotros, y con tal que ellas convengan, sea o no para bien, por nuestra parte jamás hay embarazos. Respecto de las señoras viejas, ya la cosa muda de semblante; ya uno se vuelve razonador y frío, y a menos que no concurran graves y justas causas, nadie les ofrece ni el brazo.
(…) Pero si el origen del bracete es impenetrable, los efectos son visibles. Es como el amor, según Pascal, en que la causa es un no sé qué, y los efectos son espantosos; unas veces feos, otras veces amargos. Por la primera razón habría yo podido causar espanto paseando del bracete el otro día. Salí con un hombre muy alto: debe saberse que yo nada tengo de gigante. Y como según los fisiologistas, los hombres altos no son los más advertidos, se tomó la vereda y me dejó colgando de su brazo, como queda siempre la gente chica que se mete con la gente grande. Dábamos la izquierda a la pared y cada vez que se descubría parecía que saludaba con su sombrero y conmigo; porque era de los que van repartiendo saludos como bendiciones episcopales. También era de los que fuman por la calle, y a cada sorbo, yo y el cigarrillo subíamos a un mismo tiempo. Como todavía nos topamos en las veredas como en todas las direcciones de nuestro orden social, unas veces tenía que descender yo solo, de la vereda y quedar como tente-en-el-aire; y otras que quedarme detrás de él, pegado a la pared, en cuenta de faldón de su levita, o como esos muchachos que van colgados de la zaga de un carro. Traía bastón mi compañero, y le traía colgado en el mismo brazo en que me traía colgado a mí también; de modo que el bastón y yo íbamos en las mismas camorras en que viven dos mujeres que penden de un mismo hombre. Mi compañero no tenía oído, y no había forma de igualar el paso: a más de esto, daba unos trancos enormes, y para igualarlo con mis piernas de cabrito, tenía que tranquear como esos negritos tambores que se quieren abrir para igualar el paso de la tropa. Cuando caíamos en un mal empedrado, o en un suelo desparejo, comenzábamos a barquinearnos como un navío y un lanchón en un día de marejada; y por supuesto quien perdía era el de menor tonelaje. ¿Teníamos que abrirnos para pasar algún charco? Él no necesitaba: todo charco era chico para mi Rodas, y le salvaba muy fresco de un solo tranco, mientras que yo tenía que arrastrarme por el barro como el muchacho de una carreta. –Sí, iba diciendo yo para mí, ¡puede ser que me vuelvas a pescar otra vez! (y la metáfora es exacta, porque no dejaba yo de parecer un pescado pendiente de un brazo) ¡no te dé cuidado! Y desde entonces, ni mi gigante, ni señora, ni vieja, ni hombre, ni nadie vuelve a cazarme del brazo.
Estos son los efectos ridículos del bracete: también los tiene amargos; y son todos aquellos que dimanan de una primera tentación provocada por el contacto eléctrico de una joven, en medio de una sociedad en que la conquista de una niña es una empresa que a ningún caballero causa horror. Pero hoy tengo el humor risueño y no estoy para cuadros amargos.
En cuanto al bracete con los hombres, estoy lejos de pedir que se abandone. En ese punto cada uno es dueño de hacer lo que le dé la gana, me dirán con razón. Pero también soy dueño de escribir en esa parte lo que me dé la gana, contestaré con no menor razón; y no habrá por eso novedad por una ni otra parte.