Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Personajes. Carlota Ferreira

Retrato de doña Carlota Ferreira
Juan Manuel Blanes, 1883

Las imágenes son siempre una construcción, si se quiere, caprichosa de la mente.
El retrato de esta señora de papada, bozo indisimulado, algo de celulitis y cintura dificultosamente fajada fue descripto así por un crítico en 1941: “…una extraña y perturbadora beldad de aquellos días, de fuego negro el mirar; erizada de rulos, llenando la frente, la capitosa cabellera; dilatadas las alas de la nariz; entreabierto el labio en su llamado amoroso; toda una expresión viva, exaltada, malgrado la severidad y el quietismo de la pose”.
Ésta no es una mirada inocente (las miradas nunca lo son). El crítico de marras sabía que detrás de este cuadro había un “hálito de tragedia”, el deseo inmoderado del pintor. Y lo dice así: “Fue la pasión en desbordes la que le dio su hogar formándolo con la mujer ajena. Fue la pasión oculta y dominadora la que destruyó su hogar cuando, ya en la declinación de su vida, la mujer fatal cruzara su camino. Su camino y el ilusionado camino de su hijo, también pintor. Así fue. Y detrás de él, como movido por los hilos de una tragedia griega, marchó el padre a buscarlo. Y viajó por ciudades y pueblos sin encontrar al hijo querido quizá muerto”.
Carlota Ferreira (1845-¿1912?) fue el vértice fatal del triángulo que componían también Juan Manuel Blanes (1830/1901) y Nicanor Blanes, su hijo, que se casó con esta vampiresa de provincia usando los papeles de un hermano muerto para fingir que su esposa no le llevaba, quizá, diecinueve años.
No es ésta la única vez que Blanes pintó a Carlota. La celeste tela moaré del fondo del Retrato de doña Carlota Ferreira es la misma que aparece en Mundo, demonio y carne, el cuadro maldito de aquel que los uruguayos llaman el “pintor de la patria”. (Ver esa imagen en www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com).

Carlota Ferreira nació en Buenos Aires, tal vez en 1845. Tuvo tres hijos (quién sabe qué se hizo de ellos) con Emeterio Regunaga, que fue canciller de la República Oriental del Uruguay. Nueve años después, en Buenos Aires, volvió a casarse con Ezequiel de Viana Oribe y quedó viuda al poco tiempo.
De velo negro y frente contrita, fue al estudio de un artista conocido con algunas fotos de su difunto a que le hiciera un retrato que lo evocara. No hay memoria de aquella imagen post mortem. Eso sí, Juan Manuel Blanes, que de él se trataba, la dio a la memoria en Mundo, demonio y carne. Desnuda, como cuando visitaba el estudio de la calle Soriano, en Montevideo.
Móvil como una pluma al viento, en 1886 huyó a Buenos Aires con Nicanor Blanes, el hijo de Juan Manuel. Se casaron; él tenía 26, ella 45. Casi de inmediato, Carlota pidió la nulidad del matrimonio. Nicanor desapareció en algún lugar de Europa. Juan Manuel lo buscó infructuosamente por años. Y murió en casa de signorina Manetti, una amiga de este hijo de panadero de mirada fuerte y talento feroz.
Carlota siguió devastando el mundo. Volvió a casarse, esta vez con Julio Jurkowski, un médico polaco, con quien tuvo a María Esther. Un amigo de esos que nunca faltan dijo que el doctor había caído en los brazos de una Circe vieja y seductora, morfinómana irredenta.
Con el tiempo, Horacio Quiroga se enamoró de María Esther, pero Carlota le hizo la vida imposible. El cuentista describe así a su suegra fallida: “De ella sólo quedaban los ojos, aunque más hundidos, y ya apagados. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas” (Una estación de amor, en “Cuentos de amor, locura y muerte”).  
Para qué seguir. Basta de crueldades para con la desdichada Carlota Ferreira, que murió quién sabe cuándo, quién sabe cómo.