Retrato de doña Carlota Ferreira,
Juan Manuel Blanes, 1883
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Las imágenes son siempre una construcción, si se quiere,
caprichosa de la mente.
El retrato de esta señora de papada, bozo indisimulado, algo
de celulitis y cintura dificultosamente fajada fue descripto así por un crítico
en 1941: “…una extraña y perturbadora beldad de aquellos días, de fuego negro
el mirar; erizada de rulos, llenando la frente, la capitosa cabellera;
dilatadas las alas de la nariz; entreabierto el labio en su llamado amoroso;
toda una expresión viva, exaltada, malgrado la severidad y el quietismo de la
pose”.
Ésta no es una mirada inocente (las miradas nunca lo son).
El crítico de marras sabía que detrás de este cuadro había un “hálito de
tragedia”, el deseo inmoderado del pintor. Y lo dice así: “Fue la pasión en
desbordes la que le dio su hogar formándolo con la mujer ajena. Fue la pasión
oculta y dominadora la que destruyó su hogar cuando, ya en la declinación de su
vida, la mujer fatal cruzara su camino. Su camino y el ilusionado camino de su
hijo, también pintor. Así fue. Y detrás de él, como movido por los hilos de una
tragedia griega, marchó el padre a buscarlo. Y viajó por ciudades y pueblos sin
encontrar al hijo querido quizá muerto”.
Carlota Ferreira (1845-¿1912?) fue el vértice fatal del
triángulo que componían también Juan Manuel Blanes (1830/1901) y Nicanor
Blanes, su hijo, que se casó con esta vampiresa de provincia usando los papeles
de un hermano muerto para fingir que su esposa no le llevaba, quizá, diecinueve años.
No es ésta la única vez que Blanes pintó a Carlota. La celeste
tela moaré del fondo del Retrato de doña
Carlota Ferreira es la misma que aparece en Mundo, demonio y carne, el cuadro maldito de aquel que los
uruguayos llaman el “pintor de la patria”. (Ver esa imagen en www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com).
Carlota Ferreira nació en Buenos Aires, tal vez en 1845. Tuvo
tres hijos (quién sabe qué se hizo de ellos) con Emeterio Regunaga, que fue
canciller de la República Oriental del Uruguay. Nueve años después, en Buenos
Aires, volvió a casarse con Ezequiel de Viana Oribe y quedó viuda al poco
tiempo.
De velo negro y frente contrita, fue al estudio de un
artista conocido con algunas fotos de su difunto a que le hiciera un retrato
que lo evocara. No hay memoria de aquella imagen post mortem. Eso sí, Juan
Manuel Blanes, que de él se trataba, la dio a la memoria en Mundo, demonio y carne. Desnuda, como
cuando visitaba el estudio de la calle Soriano, en Montevideo.
Móvil como una pluma al viento, en 1886 huyó a Buenos Aires
con Nicanor Blanes, el hijo de Juan Manuel. Se casaron; él tenía 26, ella 45. Casi
de inmediato, Carlota pidió la nulidad del matrimonio. Nicanor desapareció en
algún lugar de Europa. Juan Manuel lo buscó infructuosamente por años. Y murió
en casa de signorina Manetti, una
amiga de este hijo de panadero de mirada fuerte y talento feroz.
Carlota siguió devastando el mundo. Volvió a casarse, esta vez
con Julio Jurkowski, un médico polaco, con quien tuvo a María Esther. Un amigo
de esos que nunca faltan dijo que el doctor había caído en los brazos de una
Circe vieja y seductora, morfinómana irredenta.
Con el tiempo, Horacio Quiroga se enamoró de María Esther,
pero Carlota le hizo la vida imposible. El cuentista describe así a su suegra
fallida: “De ella sólo quedaban los ojos, aunque más hundidos, y ya apagados.
El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en
polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos,
pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se
veía viva la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias
acuosas” (Una estación de amor, en “Cuentos
de amor, locura y muerte”).
Para qué seguir. Basta de crueldades para con la desdichada
Carlota Ferreira, que murió quién sabe cuándo, quién sabe cómo.