Delfina Vedia de
Mitre (1819/1882)
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Delfina se marchitó. En una época en que las mujeres huían
de sol para ostentar palidez, ella era transparente, casi nacarada. Los verdes
ojos, los blancos pechos. Pero de nada le sirvió. Se marchitó.
No es que Mitre (así llamaba Delfina a su esposo) la
maltratara. Aunque lejos estaban aquellos versos de cuando era capitán de
artillería y le escribía que era un ángel
desterrado. Si hemos de decir la verdad, con el tiempo los versos se oxidaron
con orín de cañón: Te recordaba, Delfina / en medio de la batalla / viendo
tu cara divina / cual la Bandera Argentina [sic] / en medio de la metralla.
No es que el general hiciera gala de amoríos fuera de casa, pese a que había mucha tilinga que lo buscaba. Como aquella Ventura Díaz de Trejo, que un día le dio la mano en la calle y después mandó a hacer un cofre de roble para guardar la reliquia del guante que había tocado don Bartolo.
No es que el general hiciera gala de amoríos fuera de casa, pese a que había mucha tilinga que lo buscaba. Como aquella Ventura Díaz de Trejo, que un día le dio la mano en la calle y después mandó a hacer un cofre de roble para guardar la reliquia del guante que había tocado don Bartolo.
Tampoco es que
Mitre fuera, como era, áspero como un sayo franciscano. Su violencia, su
intemperancia, esa mirada de rayo que hacía callar eran suavemente contenidas
por la blanda Delfina.
Lo que en verdad
marchitó a Delfina de Mitre fue el suicidio de su hijo Jorge.
Delfina estaba de
seis meses cuando la batalla de Caseros. A su esposo lo habían ascendido a
coronel en el campo de batalla. Bajo ese signo auspicioso nació Jorge Mitre.
Con los años, el
mozo se hizo algo botarate. Lo suficiente como para que Mitre pensara para él
un lugar donde encontrara sosiego y se hiciera hombre. Así fue como lo nominaron
oficial agregado a la Legación argentina en Río de Janeiro. El chico tenía
dieciocho años.
Una noche, Jorge
salió a tomar el aire salobre de las playas del Janeiro. En eso se le acercó
una negrita de los mandados y le dijo que su amita quería verlo. En la ventana
no había nadie. Sin pensarlo dos veces (no se piensa siquiera una vez cuando se
tiene dieciocho), saltó adentro de la casa.
En el cuarto había
una niña de catorce años que no los parecía. Jorge cruzó la poca distancia que
los separaba. Quién sabe cuál de los corazones adolescentes latía más aprisa.
De pronto, un
ruido. El muchacho se olvidó de gallardías inútiles y se zambulló debajo de una
cama. Estuvo allí un siglo y cuarto, al menos eso creyó. Lo cierto es que fue
descubierto. El comendador João Paulino de Castro, el padre de la niña, llamó a
voces a la policía. Jorge fue a parar a una celda como si fuera un raterito
cualquiera y no el hijo del ex presidente de la República Argentina, don
Bartolomé Mitre.
Cuando se aclararon
los tantos, el muchacho fue liberado. Pero el comendador estaba dispuesto a
defender su honor, de modo que pidió que el oficial agregado de la Legación fuera,
cuanto menos, expulsado del país. Y lo publicó a los cuatro vientos.
Al general Paunero
no se le ocurrió cosa mejor que despachar al joven de vuelta a casa. De vuelta
a don Bartolo y a Delfina. Jorge no tenía coraje para semejante empresa.
Volvió al hotel. Le
escribió a la madre: Muero sin saber por qué. Y se pegó un tiro. A sus
pies estaba caído un retrato de Mitre.
Esto lo sabemos
porque alguien se comidió a contar la historia. Pero Delfina nunca quiso
saberlo. Una vez escribió en su cuaderno:
Cuando recién murió mi idolatrado hijo Jorge yo
ambicionaba saber hasta el último detalle de su lamentable muerte; insistía en
que nada se me ocultarse y lo único que no quisieron mostrarme, fue la carta de
Paunero en que detallaba la infausta noticia. De ella se extractaron algunos
párrafos para escribir la biografía del pobrecito, y yo los leía y releía,
buscando en ellos lo que creía que me ocultaban. Nunca vi esa carta que fue mi
pesadilla largo tiempo, pues para nada quisieron mostrármela a pesar de mi
pedido. Pues bien, hoy, después de ocho años, y desde algún tiempo atrás creo
tenerla en mi poder junto con otros papeles concernientes al terrible suceso, y
no me atrevo a cerciorarme de lo que tanto ambicioné antes. Mi mano no se
atreve a desdoblar esos papeles, tengo miedo de encontrar en ellos algún
detalle de los que al principio creía que me robaban, a mi dolor, a mi ambición
de saberlo todo.
Después, Delfina se
marchitó.