Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

domingo, 13 de mayo de 2012

Personajes. Delfina de Mitre


Delfina Vedia de Mitre (1819/1882)

Delfina se marchitó. En una época en que las mujeres huían de sol para ostentar palidez, ella era transparente, casi nacarada. Los verdes ojos, los blancos pechos. Pero de nada le sirvió. Se marchitó.
No es que Mitre (así llamaba Delfina a su esposo) la maltratara. Aunque lejos estaban aquellos versos de cuando era capitán de artillería y le escribía que era un ángel desterrado. Si hemos de decir la verdad, con el tiempo los versos se oxidaron con orín de cañón: Te recordaba, Delfina / en medio de la batalla / viendo tu cara divina / cual la Bandera Argentina [sic] / en medio de la metralla.  
No es que el general hiciera gala de amoríos fuera de casa, pese a que había mucha tilinga que lo buscaba. Como aquella Ventura Díaz de Trejo, que un día le dio la mano en la calle y después mandó a hacer un cofre de roble para guardar la reliquia del guante que había tocado don Bartolo.
Tampoco es que Mitre fuera, como era, áspero como un sayo franciscano. Su violencia, su intemperancia, esa mirada de rayo que hacía callar eran suavemente contenidas por la blanda Delfina. 
Lo que en verdad marchitó a Delfina de Mitre fue el suicidio de su hijo Jorge.

Delfina estaba de seis meses cuando la batalla de Caseros. A su esposo lo habían ascendido a coronel en el campo de batalla. Bajo ese signo auspicioso nació Jorge Mitre.
Con los años, el mozo se hizo algo botarate. Lo suficiente como para que Mitre pensara para él un lugar donde encontrara sosiego y se hiciera hombre. Así fue como lo nominaron oficial agregado a la Legación argentina en Río de Janeiro. El chico tenía dieciocho años.
Una noche, Jorge salió a tomar el aire salobre de las playas del Janeiro. En eso se le acercó una negrita de los mandados y le dijo que su amita quería verlo. En la ventana no había nadie. Sin pensarlo dos veces (no se piensa siquiera una vez cuando se tiene dieciocho), saltó adentro de la casa.
En el cuarto había una niña de catorce años que no los parecía. Jorge cruzó la poca distancia que los separaba. Quién sabe cuál de los corazones adolescentes latía más aprisa.
De pronto, un ruido. El muchacho se olvidó de gallardías inútiles y se zambulló debajo de una cama. Estuvo allí un siglo y cuarto, al menos eso creyó. Lo cierto es que fue descubierto. El comendador João Paulino de Castro, el padre de la niña, llamó a voces a la policía. Jorge fue a parar a una celda como si fuera un raterito cualquiera y no el hijo del ex presidente de la República Argentina, don Bartolomé Mitre.
Cuando se aclararon los tantos, el muchacho fue liberado. Pero el comendador estaba dispuesto a defender su honor, de modo que pidió que el oficial agregado de la Legación fuera, cuanto menos, expulsado del país. Y lo publicó a los cuatro vientos.
Al general Paunero no se le ocurrió cosa mejor que despachar al joven de vuelta a casa. De vuelta a don Bartolo y a Delfina. Jorge no tenía coraje para semejante empresa.
Volvió al hotel. Le escribió a la madre: Muero sin saber por qué. Y se pegó un tiro. A sus pies estaba caído un retrato de Mitre.
Esto lo sabemos porque alguien se comidió a contar la historia. Pero Delfina nunca quiso saberlo. Una vez escribió en su cuaderno:
Cuando recién murió mi idolatrado hijo Jorge yo ambicionaba saber hasta el último detalle de su lamentable muerte; insistía en que nada se me ocultarse y lo único que no quisieron mostrarme, fue la carta de Paunero en que detallaba la infausta noticia. De ella se extractaron algunos párrafos para escribir la biografía del pobrecito, y yo los leía y releía, buscando en ellos lo que creía que me ocultaban. Nunca vi esa carta que fue mi pesadilla largo tiempo, pues para nada quisieron mostrármela a pesar de mi pedido. Pues bien, hoy, después de ocho años, y desde algún tiempo atrás creo tenerla en mi poder junto con otros papeles concernientes al terrible suceso, y no me atrevo a cerciorarme de lo que tanto ambicioné antes. Mi mano no se atreve a desdoblar esos papeles, tengo miedo de encontrar en ellos algún detalle de los que al principio creía que me robaban, a mi dolor, a mi ambición de saberlo todo.
Después, Delfina se marchitó.