Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 28 de abril de 2012

Personajes. Luisa Alén


Exterior de una pulpería, César Hipólito Bacle, 1833

Buenos Aires no era París. Y mucho menos aquella esquina (como llamaban por entonces a las pulperías), en el cruce de las calles Federación y Ombú (hoy Rivadavia y Matheu), cerca de los corrales de Miserere. Los parroquianos no tenían las galas de los cajetillas de la ciudad. Eran troperos, arrieros, carneadores. Como el espacio era poco, un roce bastaba para sacar el facón. Allí no se le mezquinaba un tajo a nadie.
Eso sucedía a menudo en la esquina de Leandro Antonio Alén. Pero no había quién se le animara cuando el hombre pegaba el grito. Porque el pulpero era vigilante primero de a caballo de la temida Sociedad Popular Restauradora, la Mazorca. Más aún, era hombre del comisario Ciriaco Cuitiño.
Lo cierto es que en aquella casa más próxima a la pampa que a la ciudad nació Luisa del Corazón de Jesús Alén, la sacrílega.

Raros, los Alén. Luisa compartía con sus hermanos José Gregorio y José Severiano el nombre del Corazón de Jesús, quizá por alguna beatería de Tomasa, la madre. El hijo de Marcelina, la primogénita, también llevó el Corazón; se llamó Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Irigoyen Alén, más conocido como Hipólito Yrigoyen.
El séptimo hijo varón de la prole era Leandro Alén, que no sería lobizón sino más bien el fundador de la Unión Cívica Radical y, desde luego, tío de don Hipólito.
El último de los hijos del vigilante de a caballo fue Lucio Federico, que nació el mismo año en que su padre fue ejecutado.
Porque el pulpero fue fusilado sobre el paredón de la iglesia de la Concepción, allá, en lo que no hacía tanto había sido la parada de carretas del Alto de San Pedro. El fusilamiento se debió a que, aunque estaba achacoso y lento en el andar, un mal día sacó el cintillo punzó de donde lo tenía escondido y se sumó a las huestes federales de Hilario Lagos para sitiar Buenos Aires. El sitio duró lo que un lirio.
Los federales derrotados sin derrota volvieron amparados por un indulto engañoso. Pero el escarmiento tronaría para los rosines. Ciriaco Cuitiño Jefe del Escuadrón de Vigilantes de Policía, y Leandro Antonio Alén, vigilante primero de a caballo, fueron condenados a “la pena ordinaria de muerte con calidad de aleve, con suspensión en la horca de sus cadáveres”. Cuatro horas pendieron los cuerpos en aquella mañana calurosa del 29 de diciembre de 1853.
Cuando esto ocurrió, Luisa debía tenía veintiún años. La moza se había desgraciado con un cura. Era la barragana de un sacerdote español, Cesareo González, con quien tuvo dos hijos. No era infrecuente en aquellos tiempos. El propio secretario de la Curia, que compartía palio con monseñor, tenía su concubina a la vista y paciencia de quienes iban a misa e, incluso, del Restaurador, que se lo tomaba a chacota.
Cesareo, que quebraba dos veces por semana los votos de castidad, descontando las fiestas de guardar, decidió volverse a España, acaso arrepentido. ¿Quién iba a aquerenciarse con una niña deshonrada y dos hijos colgando de las polleras? Nadie. Aquí se nos pierde la historia de aquella desdichada.
Sabemos, eso sí, que Leandro estaba harto que le arrojaran a la cara que era hijo del ahorcado y, como si fuera poco, hermano de la sacrílega. Por eso se hizo llamar Alem. Leandro Alem.