Exterior de una pulpería, César Hipólito Bacle, 1833
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Buenos Aires no era París. Y mucho menos aquella esquina (como llamaban por entonces a
las pulperías), en el cruce de las calles Federación y Ombú (hoy Rivadavia y
Matheu), cerca de los corrales de Miserere. Los parroquianos no tenían las
galas de los cajetillas de la ciudad. Eran troperos, arrieros, carneadores.
Como el espacio era poco, un roce bastaba para sacar el facón. Allí no se le
mezquinaba un tajo a nadie.
Eso sucedía a menudo en la esquina de Leandro Antonio
Alén. Pero no había quién se le animara cuando el hombre pegaba el grito.
Porque el pulpero era vigilante primero de
a caballo de la temida Sociedad Popular Restauradora, la Mazorca. Más aún, era hombre del
comisario Ciriaco Cuitiño.
Lo cierto es que en aquella casa más próxima a la pampa
que a la ciudad nació Luisa del Corazón de Jesús Alén, la sacrílega.
Raros, los Alén. Luisa compartía con sus hermanos José
Gregorio y José Severiano el nombre del
Corazón de Jesús, quizá por alguna beatería de Tomasa, la madre. El hijo de
Marcelina, la primogénita, también llevó el Corazón;
se llamó Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Irigoyen Alén, más conocido
como Hipólito Yrigoyen.
El séptimo hijo varón de la prole era Leandro Alén, que
no sería lobizón sino más bien el fundador de la Unión Cívica Radical y, desde
luego, tío de don Hipólito.
El último de los hijos del vigilante de a caballo fue
Lucio Federico, que nació el mismo año en que su padre fue ejecutado.
Porque el pulpero fue fusilado sobre el paredón de la
iglesia de la Concepción, allá, en lo que no hacía tanto había sido la parada
de carretas del Alto de San Pedro. El fusilamiento se debió a que, aunque
estaba achacoso y lento en el andar, un mal día sacó el cintillo punzó de donde
lo tenía escondido y se sumó a las huestes federales de Hilario Lagos para
sitiar Buenos Aires. El sitio duró lo que un lirio.
Los federales derrotados sin derrota volvieron amparados
por un indulto engañoso. Pero el escarmiento tronaría para los rosines. Ciriaco Cuitiño Jefe del
Escuadrón de Vigilantes de Policía, y Leandro Antonio Alén, vigilante primero
de a caballo, fueron condenados a “la pena ordinaria de muerte con calidad de
aleve, con suspensión en la horca de sus cadáveres”. Cuatro horas
pendieron los cuerpos en aquella mañana calurosa del 29 de diciembre de 1853.
Cuando esto ocurrió, Luisa debía tenía veintiún años. La
moza se había desgraciado con un cura. Era la barragana de un sacerdote
español, Cesareo González, con quien tuvo dos hijos. No era infrecuente en
aquellos tiempos. El propio secretario de la Curia, que compartía palio con
monseñor, tenía su concubina a la vista y paciencia de quienes iban a misa e,
incluso, del Restaurador, que se lo tomaba a chacota.
Cesareo, que quebraba dos veces por semana los votos de
castidad, descontando las fiestas de guardar, decidió volverse a España, acaso arrepentido.
¿Quién iba a aquerenciarse con una niña deshonrada y dos hijos colgando de las
polleras? Nadie. Aquí se nos pierde la historia de aquella desdichada.
Sabemos, eso sí, que Leandro estaba harto que le arrojaran
a la cara que era hijo del ahorcado
y, como si fuera poco, hermano de la
sacrílega. Por eso se hizo llamar Alem. Leandro Alem.