La primera edición de la novela de Eduardo Gutiérrez, N. Tommasi, editor, 1900 |
Durante mucho tiempo, los que pasaban por la calle del Socorro (Juncal) y Cerrito se persignaban. Algunas viejas se bajaban de la vereda enladrillada. No era para menos, en esa quinta vivía Dominga, la hija natural de Santiago, el hermano maldito de Bernardino Rivadavia y Rivadavia.
La quinta estaba a un tiro de fusil de la costa del Plata, que lamía las toscas húmedas. Y que, un tiempo atrás, mojó la frente mortalmente abierta de Edelmira. Las malas lenguas, que nunca faltan, decían que el golpe lo había asestado su propia madre, Dominga Rivadavia.
Dominga tuvo una vida, digamos, ligera. El guerrero con el que se casó anduvo añares a los sablazos en Brasil y, de yapa, se exilió en Montevideo como siete años. Fueron tiempos de soledad para la muchacha, que los entretuvo en cenas galantes, algunas con el propio Facundo, el Tigre de los Llanos, que vaya a saber si lo era también en aquellos refrigerios. La quinta estaba a un tiro de fusil de la costa del Plata, que lamía las toscas húmedas. Y que, un tiempo atrás, mojó la frente mortalmente abierta de Edelmira. Las malas lenguas, que nunca faltan, decían que el golpe lo había asestado su propia madre, Dominga Rivadavia.
No más quedar viuda del guerrero, Dominga se casó con su primo, Bernardino Rivadavia, el hijo del primer presidente, de modo que: Dominga Rivadavia de Rivadavia.
El matrimonio duró poco. Vuelta a Buenos Aires, conoció al tendero Cayetano Barboza. Un flechazo.
A poco, para que las vecinas no hablaran, Dominga casó a Cayetano con Hortensia, su hija mayor, un poco lela. En la quinta de la Recoleta vivían todos: Dominga, Cayetano, Hortensia, Edelmira, su hermana de 19 años y un chiquito que pasaba por hijo natural de Cayetano y quién sabe si no lo era de la propia Rivadavia y Rivadavia.
Aquello era un infierno. Edelmira le reprochaba a los gritos que Dominga compartiera con Cayetano lo que le correspondía únicamente a Hortensia, Hortensia que se callara, Dominga que te mato y Cayetano callaba lo que tenía que callar.
Así las cosas, una mañana calurosa de noviembre unos pescadores de sábalos dieron en la costa, cerca de la quinta de los Estrada, con una joven desnuda, salvo las medias, “caída sobre el pecho, con el hueso frontal roto”. Era Edelmira.
Los forenses dictaminaron: “Suicidio”. Modo extraño de suicidarse, partiéndose la cabeza sin caer desde ningún lado. “Suicidio”, insistieron. Hasta que el pardo Joaquín Rivadavia (en esa familia todos se llamaban Rivadavia y hasta Rivadavia por duplicado) comunicó que había visto cómo un carruaje salía a medianoche de la quinta en fúnebre tarea. El arma mortal, parece, era el atizador de fierro de la chimenea.
¿Quiénes sino Dominga y Cayetano?, coligieron los justicias. Y la pareja fue a parar a la cárcel.
Apenas un año les duró el encierro. Los sacó José Roque Pérez, que no sólo sabía de abogacía sino también de masonería, como que era comendador de la Gran Logia de la Argentina de Libres y Aceptados Masones. ¿Cómo hizo para sacarlos con semejante celeridad? Si uno pensara mal, repararía en una coincidencia: la excarcelación sucedió en agosto de 1856. Precisamente cuando, por casualidad, los masones estaban en trámites de repatriar a otro que tenía el Grado 33°, don Bernardino Rivadavia. Hubiera quedado desprolijo que su sobrina se pudriera en las mazmorras.
De manera que Dominga y Cayetano (junto a Hortensia, la hija boba) volvieron a la quinta del Socorro donde vivieron felices y comieron perdices.