En la tarde calma del verano porteño, Langsdorff se sienta a escribir. La letra firme; no le tiembla el pulso.
“Para un comandante que tiene sentido del honor, se sobreentiende que su suerte personal no puede separarse de la de su navío… Ya no podré participar activamente en la lucha que libra actualmente mi país. Sólo puedo probar con mi muerte que los marinos del Tercer Reich están dispuestos a sacrificar su vida por el honor de su bandera. A mí solo me corresponde la responsabilidad del hundimiento del acorazado Admiral Graf Spee”.
Su desventura empieza en la madrugada del 13 de diciembre de 1939, cuando divisa un crucero y dos destructores ingleses. Inicia zafarrancho de combate. Y, en vez de atacar la nave más poderosa primero y después las menores, comete la imprudencia de atacar a todas a la vez. Los griegos llamaban hybris a la desmesura, el pecado que está en el fondo de las grandes tragedias.
Después de la inconclusa Batalla del Río de la Plata, Langsdorff no tiene más remedio que refugiarse en Montevideo. Los uruguayos no quieren saber nada, lo intiman a abandonar el puerto en 72 horas. Afuera, acecha el enemigo.
Langsdoff tiene tres opciones: sale al mar y da batalla, hunde el barco para que no lo tome el enemigo o intenta llegar al puerto de Buenos Aires, al que sabe amigo.
Cree que lo espera una gran fuerza naval. Y el canal hacia Buenos Aires es demasiado poco para el calado del acorazado. De modo que desembarca la tripulación en barcas argentinas y dinamita su navío. Todavía está allí, hundido en el fango.
Hace calor en la tarde del 20 de diciembre de 1939. Hans Langsdorff se envuelve en la bandera de combate del Graf Spee y se pega un tiro. ¡Sieg Hitler! gritan en la Chacarita.