Miguel Martín de Güemes, Ernst
Charton
En el original, Güemes estaba
vestido de gaucho. Hasta que a alguien se le ocurrió quitarle esa "tosca" vestimenta y “ennoblecerlo” con el uniforme de húsares, que desde luego no era el suyo.
Así lo canonizó la
historia oficial.
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El rostro del montonero salteño era una referencia casi mítica. En
su primera infancia, Juana Manuela Gorriti había quedado embelesada con aquella
estampa. Así escribiría más tarde:
[Martín Miguel de
Güemes] era un gran guerrero, alto, esbelto, de admirable postura. Una
magnífica cabellera negra, de largos bucles y una barba rizada y brillante,
cuadraban su bello rostro de perfil griego y expresión dulce y benigna. (…)
Montaba con gracia infinita un fogoso caballo negro como el ébano, cuyas largas
crines acariciaba distraídamente, mientras inclinado hacia su compañero,
hablaba en actitud de abandono.
Güemes murió en la cañada de La Horqueta sin que ningún
daguerrotipo, ningún retrato hubiera perpetuado aquellas facciones legendarias.
Hasta que Charton llegó a Tucumán.
El francés Ernest Marc Jules Charton
Thiessen de Treville había tenido que salir de escape de Santiago de Chile,
donde estaba radicado. La razón era cierta niña de tiernos dieciséis años que
había coqueteado con él sin acordarse de su anciano marido, un celoso caudillo
chileno.
Charton de Treville era un aventurero de
tela y pincel. Había estudiado, al menos eso decía, en la Academia de Bellas
Artes de París. Aunque el sombrero requintado a lo Garibaldi denunciaba su
afición por los duelos con maridos engañados y otros lances.
Más allá de esas trastadas, el hombre
tenía una paleta escrupulosamente realista. Y se le daba bien pintar post
mortem hombres ilustres, como Echeverría. Era, pues, el candidato ideal para
retratar a Güemes.
La cuestión era cómo hacer un retrato de
un rostro fantasmático. La respuesta estaba entre sus descendientes.
Los Güemes aseguraban que el primogénito
del guerrillero gaucho, Martín del Milagro Güemes Puch, era igualito. Pero el
sobrino nieto, Carlos Murúa Figueroa, era una gota de agua. Cabellera negra,
bucles negros, barba rizada.
Los parientes juraban que Carlos era la
viva estampa de su tío abuelo. Para ellos no había dudas: el rostro de
referencia se repetía saltando una generación, como a menudo se saltan los
mandatos.
En verdad, no sabemos si se parecía tanto a Güemes. No pocas
veces, la semejanza es una voluntad, un deseo de encontrar similitudes con el
prestigioso rostro que la familia ha elegido como referencia.
Como fuere, Charton de Treville repitió
el perfil del sobrino nieto con una pizca del primogénito. Y, abracadabra,
Martín Miguel de Güemes tuvo el rostro que la historia necesitaba. Eso sí, un
poco más viejo porque el montonero tenía treinta y seis años al morir y Carlos
andaba ya por los cincuenta.
Fragmento de Los hijos de los próceres, Ricardo Lesser, de
próxima aparición