Se fue a morir al
Paraguay. Hablaba de sí en tercera persona, como un héroe muerto. “Un techo
para Sarmiento”, le había pedido al presidente paraguayo. Y, antes de irse de
Buenos Aires, había regado la hiedra de su tumba.
Tuvo su canto del
cisne. Pero, en la víspera, al decir del médico, tenía la mirada inerte, las
orejas lívidas y transparentes, la respiración fatigosa. A la noche, su hija
Faustina le acomodó una cobija en el sillón de lectura para darle algo de calor
a la sangre que fluía con demora. Tenía las piernas heladas, blandamente
hinchadas.
“Siento que el frío
del bronce me invade los pies”, le dijo a Faustina. Fueron sus últimas altivas
palabras. Domingo Faustino Sarmiento murió a las dos y cuarto de la madrugada del 11 de
septiembre de 1888.
Once años antes, en
Southampton, agonizaba Juan Manuel de Rosas. Su hija Manuelita le preguntó: “¿Cómo
le va, tatita?” El viejo no estaba para engreimientos. Turbado por esa muerte que
no entendía, dijo, también él, sus últimas palabras: “No sé, niña”.