La Independencia de
las Provincias Unidas en Sud América se declaró un martes a las dos de la
tarde. A la nochecita, el general La Madrid, valiente de valientes pero feo
como un cuco, ya estaba organizando el baile para el miércoles.
No había mucho qué
hacer en San Miguel del Tucumán, apenas una posta del Camino Real a Lima. Eran,
como mucho, cinco mil vecinos. Un poco más allá de la Plaza Mayor, en la que
pastaban las mulas, las casas iban raleando hasta desaparecer en la ronda.
Por eso el baile
del 10 de julio de 1816 fue memorable. Arcadio el
Tuerto Talavera contaba que había sido un baile blanco, de
puras niñas “imberbes”. Don Arcadio, a la sazón un mocito de quince años, no había visto bien. Las
niñas eran cualquier cosa menos “imberbes”.
El baile fue
abierto por Belgrano, que sacó de su tímida silla a Solana Cainzo. La Solanita
era una lindísima tucumana de diecinueve años. Pero más lo era María de los
Dolores Helguero, una quinceañera con unos ojos así de grandes. El general, que
tenía cuarenta y seis recién cumplidos, no permitió que bailara con otro
en toda la noche. Le dio palabra de casamiento y, como eso
habilitaba cierta intimidad en el trato, la niña quedó embarazada.
Así nació Manuela Mónica del Corazón de Jesús Belgrano, que se parecía al
general como dos gotas de agua.
Volvamos al baile.
La Solanita se pasó la noche ruborizada, no tanto por la danza como por las
cosas que le decía el altoperuano José Mariano Serrano. El diputado por Charcas,
dicen, era alto, delgado, de rostro fino, enmarcado por larga patilla oscura. La
muchacha quedó con calores por unos cuantos días.
Finalmente, se casaron, pero él
regresó al Alto Perú. Con los años, Solana, aquella niña de piel de jazmín, pedía que la emplearan como doméstica a cambio de una
habitación, no importaba lo pequeña que fuera. Había quedado en la indigencia. ¡Ah, aquel baile del 10 de julio de 1816!