Guillermina María Mercedes de
Oliveira Cézar y Diana (1870/1936)
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Los encopetados señores de la Generación del 80 temían al
adulterio de sus mujeres más que a la peste. No sólo por los deshonrosos cuernos,
desde ya. También por la incertidumbre de los embarazos cuando la única prueba
de paternidad era un parecido a veces enojosamente vago y qué no decir cuando
la semejanza con el padre presunto era inexistente. En aquella época, los
métodos anticonceptivos eran los ciclos de las señoras o el frustrante salto atrás en el momento de la
eyaculación. Los preservativos de tripa de cerdo o de cordero (se usaban una y
otra vez, aunque, eso sí, antes había que lavarlos con agua y jabón y dejarlos una
noche en un baño de leche para suavizarlos) no eran seguros. Tampoco
lo eran los más sofisticados preservativos de caucho indio que se importaban de Inglaterra.
En estas condiciones riesgosas, el amor adúltero era puro
desasosiego. Aun así, a Eduardo Wilde no le inquietaba gran qué que su esposa,
Guillermina María Mercedes de Oliveira Cézar y Diana, se acostara regularmente
con Julio Argentino Roca.
Guillermina nunca tuvo hijos, a Dios gracias.
Guillermina estudió en el Colegio Americano de la calle
Reconquista 4 conducido por Mary Elizabeth Conway, una de las maestras que
trajo Sarmiento de los Estados Unidos. Los Zapiola, los Ortiz Basualdo, los
Martínez de Hoz mandaban allí a sus niñas.
La chiquilla no tenía más de quince años cuando se casó con el
cincuentón Eduardo Wilde (1844/1913), por entonces ministro de Justicia, Culto
e Instrucción; laicista a más no poder, como que fue el hacedor de las leyes de
educación laica y de matrimonio civil. El presidente de la República, Julio
Argentino Roca, fue el padrino de la ceremonia.
Eduardo estaba encantado con la niña. Tanto que -según la
catoliquísima Isabel Molina Pico- llevaba a sus compañeros de brandy y cigarros
a mirar cómo dormía, como un ángel. Quién sabe si Roca fue uno de los
aventurados que caminó el dormitorio matrimonial de puntillas. El caso es que
no le prestó demasiada atención a la adolescente de cintura estrechísima y
pechos firmes.
Hasta que Guillermina cumplió los veinticinco. Ahora sí, toda
una hembra. Roca no necesitó forzar límites, ella no los puso. Tampoco su amigo
Eduardo, al parecer. La relación, no tan clandestina, duró varios años. El trío
era la comidilla del tout Buenos Aires.
La indiscreción de los amantes dio lugar a las pullas. A los
coraceros, que eran la escolta presidencial en aquel entonces, se les llamaba
los guillerminos porque eran comandados por el hermano de Guillermina, a
quien Roca había nombrado saltando los formalismos.
El presidente comprendió que había que darle un corte al
asunto y mandó al matrimonio Wilde a recorrer el mundo en diversas misiones
diplomáticas. Pero las burlas no cesaron, al contrario. La cosa pasó de castaño a oscuro
cuando Caras y Caretas publicó una caricatura en la que Figueroa Alcorta
criticaba la designación de Eduardo en Holanda. Roca le contestaba: Confío
en que ha de serle grato a Guillermina… Era un juego de palabras: la reina
de Holanda también se llamaba Guillermina, más exactamente Wilhelmina Helena
Pauline, princesa de Orange-Nassau.
Ni siquiera lejos fueron discretos. En 1899, Roca viajó a
Brasil con el propósito de dejar a Chile sin un eventual aliado. En la nutrida comitiva
viajaba Enrique García Mérou, que le escribió a su hermano: “Desde que salimos,
todos vimos que Wilde era el personaje predilecto del presidente, cosa chocante
porque todos han dado en decir que Roca tiene una pasión senil por Guillermina
y que los errores de su gobierno responden a un principio de reblandecimiento.
Será calumnia, pero las apariencias son terribles, pues los tres personajes del
enredo parecen empeñados en no producir un solo acto que no justifique la
maledicencia. En el palacio Catete, Roca tenía alojamiento preparado para sus
ministros y secretarios. Despidió al secretario para poner en su lugar a
Wilde…”
Se dirá lo que se quiera, pero no es cierto lo que se
murmuraba en los salones. Eduardo Wilde nunca dijo Los cuernos son como los
dientes; duelen al salir pero ayudan a comer.