Pedro Antonio de Cevallos (1715/1778), primer virrey del reino del Río de la Plata, llamado La última llamarada de España. |
Le tiene afición al grueso reloj de plata. A menudo, distrae
el tedio de las ceremonias acariciando los arabescos labrados en la caja con la
yema del pulgar. De vez en cuando abre la tapa interior para develar la máquina viva. Contempla los
engranajes que laten desiguales pero perfectamente conciliados, con un pulso
exacto. Esa respiración mecánica, piensa, parece humana. Pero no lo es, no es
capaz de arritmias. Únicamente puede pararse. Sólo en eso se parece a la vida.
Qué tiene, pregunta don Pedro a Baar. Se ha roto el muelle
real, Excelentísimo Señor. Las agujas del minutero y el horario barren
redondamente la esfera del reloj porque responden a los movimientos circulares
de estos engranajes dentados, señala el relojero con un dedo índice
increíblemente grueso para las sutilezas de la relojería. Roto el muelle, no se
desenrosca y no transmite su impulso a los engranajes. Tienes un muelle similar
en tu taller, inquiere el virrey. No, he de hacerlo. Sabes. Sí, he debido
aprender los treinta y cinco oficios necesarios para reparar relojes:
cincelado, laminación, platería, ebanistería, repujado, dorado a la hoja, y callo para no aburrir a Su Excelencia. En
suma, sé pintar un cuadrante, hacer una aguja, fresar una rueda, manufacturar
cualquier mecanismo que sea necesario.
Bien, qué hora tienes, dice don Pedro, que lleva prisa. No
sé, casi seguro las tres y un cuarto. Cómo, no usas reloj. No creo en el
tiempo, Su Excelencia.
Fragmento de La última llamarada. Cevallos, primer virrey del Río de la Plata, Ricardo Lesser, editorial Biblos, Buenos Aires, 2005
Valiente relojero eres. Qué es el tiempo para nosotros,
Señor: el pasado no tiene ninguna entrada y el futuro, ninguna salida. Por el
contrario, el presente, que está en el medio, no está nunca en el mismo lugar y
todo cuando cuanto ocurre lo arranca del futuro y lo coloca en el pasado. No lo
digo yo, sino un filósofo antiguo, indica recatadamente Baar, que se sabe sus
latines porque de mozo fue seminarista.
Niegas el tiempo, pero tu oficio es cuidar las máquinas que
lo miden, razona don Pedro. Ah, Su Señoría, el tiempo no es una cosa, no es una
montaña cuya altitud podamos graduar o un río cuya profundidad podamos sondear.
Las gentes confunden los relojes con el tiempo. Qué quieres decir. Un ejemplo
bastará, Su Excelencia.
En la vieja Grecia, los atenientes se vieron en la necesidad
de medir el tiempo de los discursos, de modo que uno no fuera más extenso que
otro. Pero cómo regular algo invisible a los ojos. Compusieron dos ampolletas
de vidrio unidas por sus cuellos y pusieron dentro una cierta cantidad de
arena. Así, la arena caía continua, finamente, se transformaba, creciendo en
una ampolleta y disminuyendo en la otra. Comparaban el intervalo entre el
principio y el fin del caer de la arena en el reloj. Los discursos también
tenían un principio y un fin en el fluir de la palabra, esa otra arena.
Cotejaban entonces los intervalos del caer de la arena con el fluir de las
palabras. De este modo, los atenientes creían medir el tiempo. Pero lo único
que hacían era confrontar una duración repetida e inanimada con otra duración
irrepetible, como los discursos, como las cosas que están vivas.
Los relojes de arena sirven como referencia para las
acciones humanas, como recorrer un camino o hacer el amor. El caer de la arena
es lo común que tienen el discurso, el camino y el amor. Tenemos la impresión
de que eso común, a lo que llamamos tiempo, existe realmente más allá de
nosotros mismos. Pero eso no es el tiempo, Excelentísimo Señor, concluye Baar.
Y este reloj mecánico, interroga don Pedro, desconcertado.
Es paradójico, Su Excelencia. Este reloj, como cualquiera de los que tengo en
mi taller, es una pequeña máquina en movimiento que crea continuamente
transformaciones. No es ya la arena que cae, sino las agujas que recorren el
cuadrante. El cuadrante está dividido en pequeños segmentos, a las que llamamos
horas, y otros a los que llamamos minutos. Obedientemente, los engranajes
mueven una vez la aguja que marca las horas cuando el minutero ha recorrido la esfera. Ahora bien, qué es lo más apreciable de este reloj,
pregunta Baar. La máquina, titubea Cevallos.
Sin los engranajes, Su Señoría, el reloj tendría muertas las
horas y los minutos. Pero no es eso lo más importante, sino el cuadrante. Lo
que importa son estos números romanos dispuestos a intervalos iguales, exactos.
Lo que importa es que Su Excelencia, el soldado que le monta guardia a la
puerta o la lavandera que se hace cargo de sus miserias aceptan con la misma
ciega certeza que estos símbolos
representan una misma duración que existe independientemente de los diferentes
lugares que cada uno ocupa en el mundo. Eso que llamamos, equivocadamente, el
tiempo.
Por qué dices que este reloj es paradójico, averigua don
Pedro. Porque lo que parece vivo, lo que está en movimiento, los engranajes de
la máquina, no tiene sentido sin el cuadrante, que está inerte. Lo que le da un
sentido a la vida es un símbolo, una serie circular de pequeñas marcas.
Y dime, para qué sirven estas máquinas de medir el tiempo
que precisamente no miden el tiempo, indaga, divertido, don Pedro. Para ordenar
el mundo, Su Excelencia, para que cada uno sepa cuándo hacer lo que tiene que
hacer. Disponer a los ejércitos en el campo de batalla y prevenir cómo
convergerán sobre el enemigo no se hace sin relojes. No se hacen sin campanas,
que también señalan el tiempo, los ritos de los sacerdotes, ni las ceremonias
de los reyes. Sacerdotes y reyes necesitan un tiempo sin sospechas.
Y la eternidad, entonces, qué es. La eternidad, Su
Excelencia, está prendada de lo que el tiempo hace. Es como si estuviera
entretenida con las cosas que pasan y cada tanto se acordara de sí misma. En
ese devenir se pierde.
No te escapes, relojero mío. La eternidad qué es, puro
tiempo o pura nada, pregunta don Pedro. La eternidad no es, Señor, porque sólo
se es a través del tiempo. Y, si se es tiempo, no se es eterno. Filósofo estás,
mi buen Francisco. Son los años de seminario, Su Señoría.