No fueron muchos, pero en estos comicios presidencial unos cuantos presentaron la Libreta de Enrolamiento para votar. Vale la pena hojearla.
“El ciudadano que deba enrolarse –dice la ley de Enrolamiento de 1926- llevará su fotografía, hecha en papel al bromuro (sic), tomada de tres cuartos de perfil, sólo el busto y sin sombrero (sic)”. De modo que ahí está la foto del enrolado: tres cuartos de perfil y, desde ya, firmada por un coronel del distrito militar.
En la segunda página, la filiación. Se deja ver la herencia de aquel oscuro escribiente de la Prefectura de Policía de París, Alphonse Bertillon, que se desvivía por los cráneos. El hombre creía que los delincuentes eran fácilmente detectables por la arquitectura craneal y otros rasgos.
La segunda página de la Libreta de Enrolamiento muestra algunos de esos rasgos. Había que tachar las opciones que no correspondían: el color de la piel (blanca-trigueña-negra, significativamente no amarilla), los ojos (azules-verdosos-pardos-negros y chicos-medianos-grandes), la nariz (recta-aguileña-deprimida [¿?]-torcida y chica-mediana-grande) y la talla.
Cuentan que el bueno de Bertillon dividía las tallas en 3 categorías y las narices en otras 3, con lo que obtenía un sistema de 9 clases infalible a la hora de controlar a la gente. Eso, más la “impresión dígito pulgar derecho o izquierdo a falta de aquél” (¿y si faltaban los dos?) instaurada por Juan Vucetich en 1904, termina por identificar a cualquiera.
La Libreta de Enrolamiento es un anacronismo en estos tiempos en que la AFIP registra antropométricamente a los ciudadanos digitalizando la foto, la firma y la huella dactilar. O que, sencillamente, uno es el fantasma rastreable de su celular.