Es 1866, son tiempos bravos. El coronel Aurelio Cuenca asume
como Jefe de Policía de Buenos Aires. Su primer edicto: “Se prohíbe a los
menores que se entretengan en el juego del barrilete en la vía pública”. No
vaya a ser que se descontrolen.
Da risa. En la “vía pública”, los chicos trabajan desde los
seis años. Se trepan a los carros y roban puñados de carbón que venden para
comprarse cigarrillos. Vagabundean por la calle a la mala de Dios.
Lo cuento en el libro que estoy escribiendo (la segunda
parte de mi Hacer el amor):
“Cualquier sitio
sirve: una pieza en una fonda de mala muerte, una casa abandonada, los bajos
del Puerto, allí, en Paseo Colón, donde se mezclan prostitutas y travestidas.
El onanismo –se esnadaliza Carlos Arenaza, médico de la policía- pierde
con demasiada frecuencia el carácter de “vicio solitario” pues se practica en
rueda, sin consideraciones de lugar y oportunidad. Es una especie de justa, en
la que un grupo de menores inician al mismo tiempo la operación, bajo el
control mutuo y aquel que termina primero, recibe el premio convenido que
consiste generalmente en cigarrillos y centavos, cuando no las hojas periódicas
que vocean por nuestras calles”.
Y el coronel
Aurelio Cuenca se preocupaba por los barriletes.