Tul sobre la cara. Sombrilla coqueta. Y sombrero, desde luego.
Guantes, como corresponde a las señoritas decentes. Que ni un rayo de sol toque la piel.
Las damas de la Belle Époque criolla estaban encantadas con Mar del Plata, una mala copia de la ciudad balneario de Biarritz.
Flirteaban a gusto en la Rambla de madera de la Bristol. Lo malo era el sol.
“Una se descuida y ya parece una sirvienta”, murmuraban entre ellas, horrorizadas con la sola idea del bronceado.
¿La blancura del cutis era solo un criterio estético? No. Era una cuestión de clase. Una forma de distinción social.
En 1900 y pico, detestan el bronceado. No era de señoras bien. Se tuestan las lavanderas, las criadas que trabajan al aire libre. La blancura significa que una nunca había hecho trabajo manual alguno. Entonces tul, guantes, sombrilla…
A poco, la blancura que distinguía a la clase ociosa se convirtió en un valor moral.
Tú me quieres alba, me quieres de espuma, decía Alfonsina Storni.