De pibe no me gustaba Billiken
porque la pedían en la escuela. Nada que ver con Rayo Rojo donde aparecían el Sargento Kirk y El Corto. La traía el
canillita de Independencia y Pozos. Como era tuerto se encasquetaba hasta los
ojos la gorra enmugrecida por las tantas madrugadas.
Sólo una vez Billiken me
interesó. Fue cuando vi los disfraces que promovía Lamota. Conocía la antigua tienda
por un slogan que pasaban por la radio: ¡Casa
Lamota, donde se viste Carlota! La frase era estúpida pero pegadiza.
El anuncio era fascinante. Los varones se podían disfrazar
de granadero o de cadete del Colegio Militar (hay que pensar que era la década
de 1950). O de andaluz (el cantante Miguel de Molina era popularísimo). Las nenas podían
ser “pastoras”, un disfraz carísimo que imitaba locamente a María Antonieta.
Para mí, carnaval olía al agua perfumada de los pomos y, ya más grande, a los descomedidos bombazos que nos propinábamos los
chicos del barrio. Era también el terciopelo del traje de gallo con el que, siendo muy chiquito, me había disfrazado mi madre. Vaya uno a saber cuál fue la fantasía de aquella chiquilina (ella era muy joven entonces).
Sucede que, en aquella época, eran los padres lo que
disfrazaban a los chicos. Y lo hacían tomando lo que había en el mercado. Los
cadetes y las marías antonietas de la casa Lamota. Los gauchitos y las
paisanitas que ofrecían otras tiendas.
Los disfraces infantiles del mercado respondían a los arquetipos que reflejaban los valores de la sociedad. Hoy los chicos piden Batman, el Hombre Araña o Rapunzel. Princesas y superhéroes irreales.
Más allá de las épocas,
más allá de los
sucesivos imaginarios sociales,
los chicos juegan al mundo.
Y se disfrazan. Se ponen la
ropa de Otro para probar.
Hace poco,
Alma le dijo a su mamá:
Mamá, soy Rapunzel.