Maniquíes, Ricardo Lesser, 2010 |
El caso es que una edila de Paraná presentó un proyecto para “evitar que queden expuestos en los escaparates a la vía pública, sin ropas o atavíos pertinentes que exhiban la desnudez del cuerpo humano y puedan perturbar a los transeúntes”. De ahora en adelante, “los locales comerciales de la ciudad de Paraná, deberán contar con un espacio físico dentro del mismo, para la realización de cambios de indumentaria en los maniquíes a exponer en sus vidrieras”.
Bien dicho. No hay nada más pornográfico (o perturbador, en palabras de la edila) que un maniquí desnudo.
Hay aquí dos cuestiones. Una es creer que los maniquíes pueden estar desnudos. Desnudas están las personas, no las cosas. La otra es creer que la desnudez es pornográfica en sí misma.
En el foro, en los templos, en la palestra de Pompeya había estatuas que no sólo estaban desnudas sino que hacían el amor como debe ser, en mil y una modalidades. Esas imágenes eran públicas, no escandalizaban a nadie.
Sí fueron un escándalo cuando, a mediados del siglo XVIII, Carlos IV de Nápoles (que más tarde sería Carlos III de España) las recluyó. Sólo accedían a ellas los cortesanos, a quienes se les caía la baba. Porque ahora sí eran pornográficas. Lo fueron porque el rey prohibió la mirada sobre ellas.
No hay imágenes pornográficas sin censura. La pornografía está en la transgresión, no en los pobres maniquíes. La edila debería tener esto en cuenta. No vaya a ser que miremos con codicia a los maniquíes.