Este 5 de julio se cumplen 205 años de aquella mañana. Los
Fusileros Reales de Northumberland, medias de seda blanca y chaquetas rojas,
entraron a los gritos en el Monasterio e Iglesia de Santa Catalina de Siena.
La priora lo contó así: Nos
vimos cercadas de estos impíos que entraron en tropel en la puerta
de nuestro alojamiento, donde estábamos unidas las setenta religiosas
que componemos esta comunidad. Allí los recibimos de rodillas en un
profundo silencio. Estaban dispuestas a todo, aun a perder la
virginidad si esa era la voluntad de Dios. No fue necesario, los fusileros se
robaron los vasos sagrados y se fueron rumbo a su derrota a manos de Liniers.
Quince años después, en 1822, el deán informaba, no sin
cierta repugnancia, que sor Vicenta, la hermana de Julián Álvarez, tenía
convulsiones histéricas en “ciertos períodos del año”. (El santo varón no podía
siquiera pronunciar la palabra menstruación, que era cosa mujeril y pecaminosa.)
No había manera de calmarla. Ni siquiera la reclusión en una celda a pan y
agua. Los gritos de la monja histérica resonaban en ese descampado que
todavía estaba en el borde de la ciudad.
Las campanas del monasterio fueron las que le anunciaron a
Francisquita el infierno por el que tantos méritos había hecho. La jovencita había
saltado las tapias para ir a la cama del apuesto Carlos Ortiz de Rozas y el
toque de maitines querían decir que no podría regresar a su casa porque la
puerta ya estaba cerrada.
Esas historias todavía están allí, en esa reja de madera
tallada del siglo XVIII, en las campanas que ya no tañen las horas canónicas
como antes, en ese huerto ahora asfixiado por el pesado cemento del estacionamiento
donde ahora quieren un rascacielos.
Ver fragmento de Hacer el amor. Historias de amor y sexo, Ricardo Lesser
(Buenos Aires Longseller, 2005) donde se narra la historia de Francisca Aldao y
Rendón.
Fragmento de Hacer el amor. Historias de amor y sexo, Ricardo Lesser
Buenos Aires,
editorial Longseller, 2005
Todo empezó no hace más de seis meses. Fue en
el atrio de San Francisco, en San Carlos y San Martín de Tours (Alsina y
Defensa). Como se estila en la misa de Resurrección, el cura había bendecido el
fuego. La bendición no era necesaria. Fuego había en la mirada que Carlos Ortiz
de Rozas le echó a Francisca Aldao y Rendón. Y fuego le fue devuelto.
Ella, una morocha de diecisiete años recién
cumplidos, perteneciente a una familia respetabilísima (ya se verá cuánto). Él,
un capitán de dragones rubión de ojos azules, como son los Rozas (todavía falta
medio siglo para que de esa misma familia nazca Juan Manuel, el Restaurador).
Estos fuegos, tan repentinos, suelen ser
efímeros. Pasaron los días y parecía que, en efecto, lo serían. Pero el diablo
metió la cola.
Ocurrió cuando Francisca estaba asomada a la
reja de su casona, en San Martín de Tours (Defensa, como queda dicho), que en
los planos se llama Camino Real al Puerto de los Navíos porque conduce al
Riachuelo, pero que todos conocen como la calle del Puerto. Durante más de dos
siglos será la Calle Real, la principal de la villa.
Durante el día, el traqueteo de las carretas y
el galopar de las caballerías
desaconsejan asomarse a la polvorienta Calle Real. Pero después del
toque de oración todo cambia. Los jóvenes se pasean y no está mal visto que
intercambien alguna gentileza con las niñas que se asoman. De modo que las
ventanas se convierten en escaparates de señoritas convenientemente custodiadas
por alguna negrita.
Nuestra heroína no tenía negrita sino negrito,
Santiaguillo, que no pasaba los diez años. Poca custodia para tanta niña. Lo
cierto es que Carlos se sirvió de él para hacerle llegar una lluvia de recados.
Que deseaba servirla, que quería verla, que quería hablarle aunque fuese por la
reja…
Francisca preguntó quién era ese mozo. El sobrino del señor Presidente, informó
Santiago. El chiquillo quiso decir que el airoso capitán era sobrino de Domingo
Ortiz de Rozas, Gobernador y Capitán
General de estas provincias de la Plata hasta que, hace poco, se fue de Capitán
General de Chile y Presidente de su Real Audiencia. La niña se tranquilizó. No
había nada que temer. En esta época, es inimaginable que alguien con semejantes
blasones familiares se comporte indecorosamente con una dama.
A los cuatro días, otro recado. Era un folio de papel grueso, mal cortado, tamaño
oficio porque la esquela es
un invento del siglo que viene. Estaba
escrito
con pluma de ganso, tinta negra y arenilla para secarla. La métrica no era una maravilla pero
a Francisca la conmovió como si lo fuera. Decía así:
Niña de mis ojos / para ti este billete / mensaje de mi vida
mensaje de muerte / para quien espera / con desesperación.
Francisca se redujo (no soy yo quien lo dice,
sino la niña misma; me reduje). Al
día siguiente, Carlos merodeó de nuevo la ventana enrejada. Tocaron a oración.
La calle anocheció, las casas se iluminaron, el enamorado desesperó por la
falta de noticias. En eso: Seguíme, señor.
Era Santiaguillo, que condujo al galán a la casona de la familia Aldao.
Franquearon la puerta. El zaguán daba a una
sala lateral, apenas alumbrada por las últimas luminiscencias de la tarde.
Detrás de un biombo estaba la cama de Francisca, donde dormía sola. A cada
paso, Carlos profanaba un límite: de lo público de la calle a lo privado del
zaguán, de lo privado a lo íntimo de la moza.
Santiaguillo lo dejó detrás del biombo. En un
instante apareció Francisca, apagó de un soplo la vela que llevaba en la mano y
se acercó. A oscuras, los jóvenes tuvieron una conversación. Carlos: que la amaba,
que quería hacerla su esposa, que moriría si no. Ella: que cómo confiar en su
palabra. Él: que no desconfiase, que había de cumplir a fe de caballero, que no
era hombre de decir y volverse atrás.
Qué sí, que no, de pronto Francisca oyó que
por el patio venía su madre. En un santiamén, bajó las cortinas de su lecho,
empujó a Carlos detrás de ellas y corrió a encender una vela en la sala
contigua. Por suerte, doña María Teresa se demoró en darle indicaciones a una
criada. Cuando fue adonde estaba la niña, la encontró muy sentada en el estrado
(así se llama la tarima alfombrada donde reciben las señoras), cosiendo una
tela cualquiera.
Estaban en esos menesteres cuando Francisca
oyó, aterrada, que su padre había terminado sus oraciones antes de lo acostumbrado
y echaba cerrojo a la puerta. Carlos quedaba atrapado como un conejo. La moza
estaba demudada, blanca como un papel. Milagro que su madre no se diera cuenta.
Dos horas pasaron. El tenorio sudaba la gota
gorda tras el cortinado espeso. En eso vio que la luz de un cirio se acercaba.
Oyó pasos mujeriles, cada vez más próximos. Se encogió en su escondrijo.
Las mujeres entraron a la sala. Era el
ceremonial de todas las noches. Cariñosamente, doña María Teresa ayudó a
desnudarse a su hija. Quitaron, una a una, las prendas. El rebozo de color
pasa. La falda negra. Las medias de lana blanca. Las enaguas con encajes y
alguna cinta roja que, a decir verdad, no era para ese tiempo de cuaresma.
Desnuda, quedó Francisca. Y así, desnuda, su
madre la dejó, sin saberlo, en brazos de un Carlos azorado pero radiante.
Esa noche, Francisca renovó el pecado
original. Tomó conciencia de su desnudez ante ese hombre desconocido. Pero el
pudor no alcanzó para salvar su doncellez.