Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 18 de febrero de 2012

Personajes. Roberto de las Carreras

Roberto de las Carreras 
(1873-1963) 

He sido engendrado en una noche de pasión y no entre bostezos matrimoniales. Eso decía Roberto de las Carreras, el poeta decadentista uruguayo, a quien quisiera oírlo.
Razón tenía. Su madre, Clara García de Zúñiga, hija de un terrateniente de Gualeguaychú, iba de mano en mano como una falsa moneda, como decían las viejas. Su padre, don Mateo (el terrateniente), la había prometido a un señor que, prudente, esperó que tuviera catorce años para consumar lo que consumó.
A poco se hizo mujer, Clarita tuvo sus amoríos circunstanciales y, lo que es malo, los dijo. Los que la querían, entonces, la declararon loca, le quitaron la administración de sus bienes y la encerraron en un altillo. Allí pasó sus días hasta la noche de su muerte.
Antes, había tenido lo suyo con Ernesto de las Carreras que, si no nos equivocamos, era hombre de reputación en San Isidro. De allí Roberto. Cabal, lo reconoció y, a modo de única herencia, le enseñó que el mejor medio de contener a una mujer infiel es arrojándola por el balcón. (Continúa)
Roberto de las Carreras, a quien más de uno considera el poeta del dandismo y el decadentismo orientales, dedicó su vida a poner en palabras (es decir, legitimar) aquel origen de bastardía.
“Ha sido la única gran señora de este pueblo. Paseaba insolentemente sus conquistas por la faz de la miserable aldea”. Roberto, quien esto dijo, también ventiló su desparpajo por las calles todavía coloniales de Montevideo.
Alguien lo describió con su sombrero de alas anchas, su cuello altísimo ceñido por un lazo displicente a lo lord Byron, su chaleco de inmaculado piqué y su gardenia en el ojal. Con ese atuendo fue baleado en plena Sarandí por un marido, más que celoso, cierto de lo que celaba. Roberto trastabilló, requintó el sombrero alón y dijo: “Un discípulo de Petronio no muere de dos balazos”.
Al hombre le gustaban chúcaras. “¡Viva la mujer canalla! –escribió su Amor libre (1902)- ¿Que traiciona? ¡Eso atrae! ¡Hace vivir de vértigo! Abismo, ¡yo te adoro! ¿Que se la ama en vano? ¿Que se burla? ¿Que se ríe, que escupe sobre nosotros? ¡No importa!”
Berta, la chiquilina anarquista con quien se había casado en la primavera de 1901, estaba cerca de aquella mujer canalla.; una “carnívora voluptuosa errando libremente”. Al regresar de Buenos Aires, la encontró en brazos de otro. Montevideo entero se le rió en la cara. Mi mujer –declaró el escritor- no hizo más que poner en práctica mis enseñanzas. Y celebró su reconciliación marital con un largo encuentro sexual con sadismo, sodomía mutua y otros encantos.
Las correrías de Roberto eran célebres y, si no lo eran, él se encargaba de publicarlas. Una vez fue al café literario Moka, donde paraba, con un botín de una hechura y otro de otra. ¿Un dandy como Roberto de las Carreras –le señaló un chusco- usando botines de distinta clase? La réplica: “Doy fe que uno es de mi pertenencia; el otro debe ser del amante de mi mujer”.
Roberto de las Carreras murió en un manicomio después de cincuenta años de reclusión.