Entreveros públicos y privados |
Es una familia de guerreros. El padre, Francisco González de Balcarce, muere de un lanzazo al mando de una expedición a las Salinas Grandes. El primogénito Antonio, que con el tiempo será lugarteniente de San Martín, le sucede como comandante de la Guardia de Blandengues de la frontera. El segundo de los Balcarce, Juan Ramón (éste es el que nos interesa), ingresa, tarde, a la Guardia a los dieciséis años. Marcos, cadete a los trece y tan general como sus hermanos generales, formará en el Ejército de los Andes. Diego morirá de tristeza después de haber sido arrasado en Sipe Sipe. José Patricio, cadete a los doce y apenas capitán a los treinta, muere al pie del Cerro de Montevideo. Francisco, que se llama como su padre y su abuelo, éste coronel de los Reales Ejércitos, cumple su destino de muerte contra los godos en la quebrada del Nazareno.
¿Qué decir de Juan Ramón sino nombrar sus batallas? Las Piedras, Tucumán, Salta Vilcapugio, Ayohuma, Cepeda. Pero no son sus glorias públicas las que hacen de él un personaje, sino sus vergüenzas privadas.
Juan Ramón era un tenientito de la guardia San José de Luján, donde hoy se levanta Mercedes pero que en aquel entonces era puja paja brava y lejania. En el fortín (de algún modo hay que llamar a esos palos clavados en el horizonte) había pocas mujeres; acollaradas algunas, de mal vivir casi todas. De modo que no es extraño que a cada rato el oficialito galope las seis leguas que lo separan de la villa de Luján, donde vive Victoria.
Quién sabe qué pasó entre ellos pero seguro que pasó mucho. Tanto que Victoria cree buenamente que Juan Ramón empeñó su palabra. En aquella época, el contrato de esponsales no necesita papeles. Basta con la palabra. No es poca cosa puesto que la palabra de matrimonio abre la puerta al cuerpo de la amada, la boda es sólo misa y ceremonia.
Pero el teniente olvida los galopes de las leguas largas y el cuerpo abierto. Niega el compromiso. Victoria acude en súplica a la Real Audiencia. Muestra cartas del mocito: “Amada negrita no puedo negarte lo mucho que te amo pues me olvido de mí propio por quererte a ti”.
El guardiero no reconoce las cartas. Sí lo hace un escribano, que certifica que fueron escritas por la misma mano, la del novio reticente. Un papelón.
El asunto llega al virrey don Joaquín del Pino, que le manda pida permiso para contraer estado a su madre Victoria (Victoria como la niña, vamos a ver quién se queda con ella, con la victoria).
La madre: “En ningún momento asentiré a ese matrimonio, si tú quisieses hacerlo, por justas causas que me asisten". ¿Cuáles causas justas? Pues que la niña es hija de una mestiza, bastarda de una india.
Victoria: que desciende de un cacique de Santiago y que la Real Pragmática tiene a los caciques por la misma clase de los españoles. Y que, puestos a sacar trapitos al sol, habría que ver los Balcarce. El tío Juan era un borracho que perdió por ello su empleo en el Correo. El tío Ignacio estaba casado con una que llevaron a la Santa Inquisición por judía. Y las mujeres del tío José eran notorias por su peor moral.
Nada vale la andanada. Victoria, la madre, echa el dado de la sospecha sobre la mesa: Eugenia, la abuela de la novia negada, era mulata. La niña es alcanzada por lo negro que todo lo tiñe de infamia, aunque esté un poco mezclado de blanco. Victoria, la hija, es indigna de los Balcarce. Aquí se acaba la historia.
No sabemos qué es de Juan Ramón, arropado por su madre durante estos trámites difíciles. Lo vemos aparecer al sol recién en 1806, cuando Sobremonte lo recluta en Córdoba para su ejército reconquistador que no reconquistó ni nada. Pero ahí empiezan las glorias.