Olympia, Édouard Manet, 1863 Museo de Orsay |
Es inequívoca. La orquídea del pelo es de esas con las que algunos se frotan el sexo para despertar un erotismo dormido. La gata erizada (porque eso es, una gata) es como los parisinos del siglo XIX llaman a los genitales femeninos: la chatte. Y la mano, desvergonzada. No hay dudas, es una cortesana.
Y de alto vuelo. Estas damas de la noche suelen usar seudónimos resonantes, como Olympia, para ocultar sus nombres originarios.
Dicen que Manet se pasó un tiempo en Florencia copiando la Venus de Urbino de Tiziano. Aquella Venus es esta Olympia. El mismo cuerpo dulce, la misma criada (blanca en Tiziano). El animal que acompaña a la de Urbino es un perro, signo de fidelidad no de ambigüedad gatuna. Olympia es enigmática como los gatos de Baudelaire, en cuyos ojos amarillos los chinos leen la hora.
La Venus de Tiziano y la Olympia de Manet miran al que mira. Se parecen, qué duda cabe. Pero no producen la misma sensación. La Venus mira, regalona. Olympia mira, desafiante. Y nosotros miramos cómo nos miran.
Desde Olympia, nunca más habrá diosas en la pintura moderna. Habrá mujeres de carne y hueso. Desde 1863 -dijo alguien-, la pintura será para siempre la de una percepción y no la de un imaginario.