Una bolsa de plástico con calamares que se descomponen, una remera, unas medias viejas, unas zapatillas gastadas. Esto es “Autorretrato sobre mi muerte” de Carlos Herrera, un artista conceptual premiado en ArteBA.
Lo que quiso evocar, dice, es el “olor a la muerte” (los calamares que se pudren, si es que ése es el olor a la muerte). Lo que queda después de morir, lo puramente matérico, la carne animal que se corrompe.
No es así. La muerte es irrepresentable (ver Ricardo Lesser, Vivir la muerte, Longseller, 2007). Representar es hacer presente algo en la imaginación con palabras o imágenes que lo sustituyen. Lo que supone conocer ese algo que se quiere representar. Pero la muerte es incognoscible. Hay que morir para conocerla y entonces no se la puede conocer.
La muerte, en fin, no tiene nombre. Si pudiéramos nombrarla (nombrar es un modo del dominio) seríamos sus amos. Pero no lo somos.