Antigua postal de salutación
Centro de Estudio e
Investigación de la Tarjeta Postal y Fotografía Argentina
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Nadie se quedaba despierto esperando las doce. Sólo por caso
alguien sacaba el reloj del chaleco para mirar el milagro efímero de las manecillas
juntas en el XII romano y confirmar el anuncio de los campanarios.
En el Buenos Aires colonial el tiempo de los relojes apenas
contaba. Lo que valía era el tiempo religioso. Hasta el demonio obedecía al
calendario cristiano. Las viejas decían, según Mariquita, que san Bartolo tenía
atado al diablo, que todo el año le pedía, Bartolo,
soltáme, y que el día del santo le daba asueto.
La cosa, entonces, era de Misa de Gallo en la medianoche de
la Natividad, de Semana Santa en los altares morados.
Después sí, después vino el tiempo cívico. Las fiestas eran
revolucionarias. Evocaban los atrevidos cabilderos de mayo, los ciudadanos fieros
de las invasiones inglesas. Los funcionarios reglamentaban cuidadosamente la
liturgia de las fiestas mayas y, después de 1816, las fiestas julias. No era
para menos, se trataba de quebrar los valores del antiguo régimen y sacralizar
los nuevos. Era, como siempre, una guerra de sentidos.
Más tarde, aventado ya el tiempo religioso y enclenque el
cívico, el riesgoso paso al otro año necesitó de algunos antiguos ritos. Como tirar por
la ventana los almanaques agotados y el excedente de los papeles que sobran. Como comer doce uvas,
campanada a campanada, costumbre que parece remontarse a una época de
excedentes de uva.
De eso se trata, al parecer, de rituales del excedente, del
consumo, del ruido. Ritos de paso ante el desasosiego que da lo por venir. No
sea cosa que san Bartolo desate al diablo.
Feliz Año Nuevo.