Vittorio Meano |
No nevaba en Buenos Aires. La calle Rodríguez Peña no era la larga vía Roma, con las arcadas donde las viejas vendían castañas asadas y las prostitutas sus cuerpos. La vida no era una ópera verista de las tantas que había visto en el Teatro Regio de Turin (Turin sin acento, en piamontés).
Y, sin embargo, allí estaba. La vida se le iba por dos agujeros negros. Lejos de todo; lejos, sobre todo, de sí mismo. Vittorio Meano, el arquitecto del Teatro Colón y del Congreso de la Nación, moría a los cuarenta y cuatro años sin ver terminadas sus obras mayores. Como Gaudí, que moriría con la Sagrada Familia incompleta.
No es cierto que Vittorio Meano se viniera a Buenos Aires simplemente porque lo llamara Francesco Tamburini, el Inspector General de Arquitectura contratado por Julio A. Roca, el mismo que hizo el arco de la Casa Rosada y el que proyectó inicialmente el Teatro Colón. El llamado existió pero lo que realmente movió al joven piamontés a abandonar su Turín natal, en 1884, fue Luigia.
Luigia Fraschini no era libre, estaba casada con un buon a nulla. Emigrar a la buena de Dios y registrarse en el barco como matrimonio bajo el apellido Mehan fue algo más que un gesto de amor.
Se fueron a vivir justo frente al Colón, cuando todavía estaba allí el Parque de Artillería. A Vittorio le gustaba vivir cerca de los andamios.
De Luigia no sabemos gran cosa, pero Vittorio tuvo una carrera fulgurante. La muerte inesperada de Tamburini lo dejó al frente de las obras del Colón. Con el tiempo diría, algo altanero: “Presentamos con nuestra firma este trabajo para asumir completamente la responsabilidad ante la crítica; pero nos incumbe el deber de declarar, en reverente homenaje a la memoria de Tamburini, que a él sólo pertenece el mérito de la idea general del proyecto”.
Lo esencial de aquel proyecto era el teatro a la italiana. Una herradura que se despliega sobre el escenario con un cuidadoso escalonamiento de las clases sociales, desde los palcos no por casualidad asomados a las plateas hasta el gallinero hacia adonde, entre paréntesis, se eleva la música más diáfanamente.
Lo cierto es que el piamontés era un mimado de los salones burgueses de la belle époque. Quién sabe si alguna dama no pensó en tenerlo de yerno. Él no podía, por Luigia. Hasta que su marido tuvo la bondad de morirse. Los Mehan, por fin, pudieron ser matrimonio a la luz del día. Final feliz.
El arquitecto italiano consiguió el contrato del Congreso. Se mudaron a Rodríguez Peña 30, a metros de la construcción. Una mañana invernal de 1904, a las aciagas diez menos cinco, a Vittorio se le ocurrió ir a casa sin aviso previo. Y se encontró a Luigia con quien no debía estar y, lo que es peor, en una actitud, digamos, impropia.
Se oyeron dos detonaciones. Minutos después, un joven vestido de traje negro salió de la casa y le avisó al vigilante que había ocurrido un accidente. Después desapareció.
Vittorio agonizaba con dos balazos en el pecho. Dicen que dijo: “¡Me han muerto, que embalsamen mi cadáver!” Demasiado melodramático, como si la vida se le diera de vez en cuando por imitar a las óperas.
El joven que se había hecho humo era el asesino, vivía a la vuelta. No tardaron en apresarlo. Era Carlo Passera, antiguo mayordomo de la casa, dieciséis años menor que Vittorio, y, para colmo, italiano como él. En el ropero tenía cartas en las que la señora no parecía una señora. Y el traje negro, que era de Vittorio Meano.