Les quitaron los grilletes recién en altamar, cuando sólo había cuatro horizontes de agua alrededor de la nave y arriba, estrellas que indicaban mudas el rumbo: el sur. Iban a Australia. Y terminaron en el Río de la Plata.
Ellas eran sesenta y ocho convictas, muchas condenadas por su vida alegre. Ellos, setenta y cinco soldados “voluntarios”, un eufemismo, y veinticinco marineros regulares.
En altamar les soltaron los grilletes y cada uno tomó mujer, todas muy dispuestas. Conrad Lochard, un ex oficial suizo al servicio de Francia, tomó (literalmente) a una avispada jovencita de diecinueve años. Se llamaba Mary Clarke.
La fragata “Lady Shore” había zarpado del puerto inglés Falmouth y, más que una fragata, era una cárcel flotante. No sólo por las chicas. Algunos soldados “voluntarios” eran republicanos y todos se sentían en prisión.
Nada se necesitó para que estallara el motín. Los franceses, cuándo no, mataron al capitán, acomodaron a la oficialidad en un bote maltrecho ante la costa del Brasil y enfilaron a Montevideo.
Entraron al puerto con la bandera francesa enarbolada sobre la inglesa. Se habían convertido en corsarios. Pero no los trataron bien, mandaron esa “repugnante colección de villanos” aguas abajo, a Buenos Aires. Allí fueron los marineros, los soldados y las convictas.
El tiempo los borró de la memoria a casi todos. Sabemos de cuatro infelices que terminaron en la horca británica, un ex tripulante metido a proxeneta de sus compatriotas y algunas muchachas encarceladas por vagancia y mala vida, otro eufemismo.
A Mary Clarke, por entonces menesterosa y desangelada, la encontramos años después muy oronda en su salón, al que concurrían Manuelita Rosas, el Protomédico O’Gorman, y, parece mentira, lo más granado de la comunidad británica en estas playas.
No es cierto, como dijeron, que Mary Clarke fuera embarcada por “un crimen atroz”, ni que conviviera con el capitán, ni que lo matara con sus propias manos y que condujera la nave con la ayuda de algunos marineros alzados. No tenía tanta malicia.
Más bien, Clara la inglesa, como la llamaban los porteños de a pie, sabía elegir sus hombres. Por de pronto, Conrad Lochard, su marido sin papeles, fue uno de los pocos que se llevó algo por el apresamiento de la “Lady Shore”. Quién sabe qué fue de él.
Cuando la invasión inglesa de 1806, Mary hizo de enfermera de los soldados confinados en la Residencia. Las otras ex convictas se confundieron con las soldaderas que venían con la tropa de Beresford. Ello no. Ella apuntaba más alto.
Apareció inesperadamente en el censo de 1807 como María Clara Jonson (o Johnson, por sus padres), compañera del zapatero Rosendo del Campo, un asturiano que le llevaba dieciocho años. No le fue mal al zapatero, como que tenía una tienda, cuatro esclavos y algunos créditos. Cuando el remendón tuvo a bien morirse, todo quedó para Mary.
Allá por 1811, doña Clara tuvo un pleito con el chantre de la Catedral y firmó los folios como Mary Clark Johnson, “legítima consorte de don Thomas Taylor”. Se dijo que se había casado “secretamente”, pero en la Curia no había partida alguna.
Thomas Taylor Willington, natural de Delaware, en la costa atlántica de los Estados Unidos, era, ese sí, un corsario con todas las de la ley. Llegó a Buenos Aires como piloto de una corbeta estadounidense. En 1805, el virrey Sobremonte lo acusó de maquinar la entrega del puerto a un corsario inglés. De algún modo zafó porque, en 1808, fue “colocado en un calabozo enzepado por los pieses en un espacio de cuatro horas” por contrabandear, algo que hacían todos, con cepo o sin cepo. Después de la revolución, participó de la guerra del corso contra la armada realista.
Habrá sido lo que fuera, pero para Mary fue una calamidad. Los hermanos Parish Robertson contaron que la dama “contrajo matrimonio con el comodoro de la armada de Buenos Aires, aunque sería más exacto decir que el señor comodoro Taylor se casó con el dinero de la señora”.
El caso es que Mary puso una fonda en la calle 25 de Mayo, entre Piedad y La Merced (Bartolomé Mitre y Perón), que tenía dos méritos. Desde la azotea se podían otear las banderas de los barcos. Y la casa estaba cerca del muelle donde desembarcaban los marineros, pletóricos de testoterona acumulada en meses de navegación.
Aquello era un reñidero de borrachos y prostitutas. Con todo (quizá no haya sido casualidad), allí se fundó la Buenos Aires Commercial Rooms, una especie de club para comerciantes británicos y unos pocos elegidos.
En 1832, Darwin visitó a doña Clara. “Hoy es una mujer vieja y decrépita, con un rostro masculino y evidentemente todavía con una disposición feroz. Son sus expresiones más comunes: Yo los colgaría a todos juntos, Señor. Tiene esta digna anciana todo el tipo de hacer estas cosas, más que amenazar”. Por algo nuestra pequeña Mary Clarke sobrevivió en aquel Buenos Aires turbulento.