Juan Baigorri y su caja de hacer llover |
Le decían Júpiter, por el dios del tiempo y los ciclos agrarios. Más ramplones, otros lo llamaban simplemente el mago de Villa Luro. Ni mago, ni dios. Sacaba su cajita, no más grande que una radio de entonces, y hacía llover.
Tanto hacía llover que opacaba la guerra civil en la España desangrada y los rumores de guerra. Hasta se dijo que había desencadenado la tormenta que se abatió sobre el Canal de la Mancha sobre el infeliz Chamberlain, que todavía creía que podía negociar con Hitler. Cuentan que lo paraban en la calle para que no hiciera llover los domingos, para no estropear el asadito de fin de semana.
Como sea, Juan Baigorri hacía llover. Nunca se supo cómo. Se llevó el secreto a la tumba, en 1972. Cuando lo enterraban en la Chacarita, octogenario y pobre, se largó a llover.
Era una especie de rabdomante que buscaba agua en el subsuelo. Pero no usaba la horqueta convencional. Sacaba un aparato que, con una modesta batería y reactivos químicos, emitía ondas electromagnéticas que buscaban humedades. Como se sabe, lo malo de las ondas electromagnéticas es que no sólo se dirigen disciplinadamente al subsuelo, también salen a la aventura del cielo.
De modo que el ingegnere detectaba los fluidos subterráneos, hacia abajo, y, hacia arriba, producía nubes de color plomo, gordas. Al rato nomás, llovía. Siempre hacía llover, como que dos más dos. El hombre, que no era tonto, hizo la cuenta.
En la primavera de 1938, se fue con su aparato a Santiago del Estero. La sequía pintaba de gris lo que debería haber sido verde. No había más que bocanadas calientes que venían del Norte. Plantó la caja con antenas y desató las ondas electromagnéticas. De pronto, se vino el viento desde el Este. Y llovió.
No faltó quienes lo trataran de farsante, por decir lo menos. Que aquella precipitación había sido por casualidad, que no era sino un intuitivo que predecía lo que de todos modos se hubiera producido, que lo suyo era una superchería que atentaba contra la ciencia.
Su peor detractor, naturalmente, era el Director de Meteorología, el ingeniero Alfredo Calmarini. Y vaya si lo era. “Según la panacea que se anuncia –se burlaba-, ya no tendremos más desiertos y a este respecto, entiendo que los que han defendido este sistema, si lo han hecho con sinceridad se han quedado cortos en las proyecciones del invento, pues si con una cajita se ha conseguido hacer llover en una extensísima zona del país y haber provocado (…) perturbaciones que tienen más de 1.500 kilómetros de longitud y que naciendo a la altura de Tierra del Fuego mueren en el centro de Córdoba, pasando por Mar del Plata, deberíamos llegar a la conclusión de que aumentando la potencia del aparato y multiplicando en gran cantidad su número, podríamos llegar sin esfuerzo al diluvio universal”.
El llovedor no se inmutó. “Como respuesta a las censuras a mi procedimiento, redobló la apuesta, regalo una lluvia a Buenos Aires para el 3 de enero de 1939”. El 30 puso a funcionar la cajita. El viento, que venía del Este, trajo puntualmente su lluvia.
Juan Baigorri le mandó al Director de Meteorología un regalo: un paraguas.