Al principio, los llamaron Pilotos, Cosmógrafos, Mensuradores, Geómetras, Medidores de Tierras, Topógrafos. Practicaban el arte de medir la tierra y establecer límites.
Después, la
práctica se convirtió en una disciplina. Era una necesidad provocada por el
aumento del valor económico de la tierra o, si se quiere, el requerimiento de una disciplina del
nuevo modo de la acumulación capitalista en los años posrevolucionarios.
El Estado
hizo mucho por ellos. En 1826, Bernardino Rivadavia creó la enfiteusis, la
cesión de tierras públicas a cambio de un pago anual irrisorio. Y, en 1830, Juan Manuel de Rosas lanzó su
Campaña al Desierto.
Había que
delimitar los campos concesionados a los amigos. Y amojonar las leguas que se
sumaban a la frontera agropecuaria. Los agrimensores estaban de parabienes.
Al menos lo
estaba el fabuloso Ambroise Cramer, el francés que dejó a Napoleón para pelear
con San Martín y terminó muriendo tristemente a orillas de la laguna de
Chascomús. Y también Felipe de Senillosa, el español que construyó un vasto
imperio más allá del Salado, detrás del cual habían vivido los indios. Ambos habían
sido topógrafos de las huestes napoleónicas. Y bien habrían podido decir que la
agrimensura les había permitido conocer al dedillo las tierras pampeanas de las que se
apropiarían.
Mariano
Moreno (hijo) conoció muy bien a Senillosa en la UBA. Consiguió allí su título
de agrimensor, pero no tuvo las oportunidades del español que se apropió
vorazmente de la extensión de la frontera. Al contrario, el rosismo siempre se
le mostró adverso. Lo cesantearon de su empleo en la Biblioteca y, más tarde,
lo metieron preso. Mensuró algunas tierras, pero ninguna para sí.